sábado, 31 de marzo de 2012

LA FELICIDAD EN UN MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN: EXPOSICIÓN DE LA IDEA DE FELICIDAD EN LA FILOSOFÍA DE A. SCHOPENHAUER

Rogelio Zambrana

El presente trabajo consiste en una breve exposición de la filosofía de la felicidad de A. Schopenhauer. Primero, como fundamento y sostén del tema principal, se expone una síntesis de la idea de la felicidad en la historia de la filosofía. Luego, se realiza un resumen del pensamiento del autor, expuesto principalmente en El mundo como voluntad y representación, con el propósito de extraer y aclarar la idea de felicidad que contiene. Posteriormente, se muestra una crítica general acompañada también de una valoración, de diversos filósofos a la teoría de Schopenhauer. El interés general ha sido ofrecer una recopilación básica del problema de la felicidad a los ojos del filósofo alemán: el cómo afrontó –desde su filosofía de la voluntad– este tema que mantiene ocupados a filósofos y no filósofos en cada momento de sus vidas.

Introducción 

El propósito del presente trabajo es ahondar en el problema de la felicidad a partir de la filosofía de A. Schopenhauer.

El tema de la felicidad es común a todo ser humano, si no filosóficamente, siempre en cualquier ámbito de su vida, sea personal, social, religioso, cultural, etc. Todos desean vivir felizmente, dijo Séneca. Por su parte, la historia de la filosofía da cuenta que no hay un consenso sobre la naturaleza de la felicidad, más bien, constituye una incógnita que cada filósofo resuelve según sus circunstancias.
En este tema abierto, la filosofía de Schopenhauer representa un caso especial. Aun sosteniendo el principio que todo hombre busca ser feliz, considera a ésta un engaño, una ilusión. Luego, expone con fundamentos filosóficos la experiencia de la negación de este deseo como vía para vivir más tranquilamente. Entretanto, negar esta voluntad equivale a negar absolutamente todo, y filosóficamente significa quedar en nada. El desarrollo de esta reflexión le marcó para que históricamente se le considere el filósofo del pesimismo. Sin embargo, su pesimismo no es apresurado, y mucho menos, inhumano, al contrario, nace de la profundización en la experiencia más humana de todas, el sufrimiento.
La importancia de la reflexión de Schopenhauer está en que profundiza en la experiencia del dolor, de la voluntad, y de la configuración del carácter individual, las cuales enriquecen el problema de la felicidad. Por otra parte, relaciona el tema con la libertad, la virtud, la razón, el conocimiento, el arte, la religión y la ética en general, contenidos que tradicionalmente se vinculan con la consecución de la felicidad, y que desde su filosofía adquieren un nuevo matiz.
La mayor aportación de Schopenhauer a la eudemonología es que, aun concluyendo una filosofía que resulta en nada; interpretando un mundo sin finalidad y sentido, lleno de sufrimiento, de injusticias, y a un hombre que está expuesto al aniquilamiento en cualquier momento, a pesar de esto, sí es posible ser feliz, aunque esto signifique más bien, ser menos infeliz. Su conclusión no es que el dolor puede terminar, sino, que el dolor salva, aunque luego es preciso evitarlo para ser feliz.
La hipótesis general del trabajo es que la felicidad, como el móvil más poderoso en el ser humano, sigue demandando ser estudiada por la filosofía, ya que a partir de ella se podrían explicar muchos más fenómenos, tal como lo hizo pretenciosamente Schopenhauer, explicar el Universo entero.
En un primer momento, la presente exposición consistió en la comprensión de la obra filosófica de Schopenhauer, principalmente, El mundo como voluntad y representación. Consiguientemente, en la selección y organización de textos de acuerdo al tema investigado.
Un segundo momento requirió una investigación bibliográfica sobre la idea de la felicidad en filósofos que, según el tratamiento y desarrollo con que Schopenhauer aborda el tema ameritaban. Se precisó simplificar los contenidos y organizarlos temática y cronológicamente.
En tercer lugar, para la parte crítica y valorativa, se realizó otra investigación, en este caso facilitada en gran parte por la obra Querer o no querer vivir… de Manuel Cabada Castro, donde expone un debate entre Schopenhauer, Feuerbach, Wagner y Nietzsche sobre el sentido de la existencia humana. Luego, se organizó y comentó la información de las tres investigaciones y se les dio la forma final.
Por último, se concibió colocar el retrato biográfico de Schopenhauer en la parte última de la exposición, con el fin de evitar algún prejuicio sobre su filosofía, facilitando de este modo la comprensión del tema. Además, porque resulta que su idea de la felicidad conjuga muy bien con su experiencia de vida, de modo que combinar ambas al final, enriquece la conclusión.
La exposición general del contenido es histórica y temática. Histórica porque sigue la línea del tiempo según la aparición del filósofo o filosofía. Y temática, porque además de la interconexión temática que existe en el desarrollo histórico de la filosofía, se trató también de enlazar los temas que según la filosofía de Schopenhauer lo merecían. De esta manera, el trabajo intenta mostrar una sola imagen del tema, facilitando así su comprensión global. Entretanto, se recomienda leer el trabajo dos veces, ya que los primeros temas se aprecian mucho mejor después de haber alcanzado el final.
La limitación principal de la investigación radicó en el tema de la felicidad: por ser tan amplio y distinto entre un autor y otro, requería que de cada postura se diera una explicación previa de sus fundamentos filosóficos e incluso históricos, para posteriormente exponer de modo más fiel su idea de felicidad. Esta operación no fue hecha en su totalidad, sino solamente en cuanto se consideró más necesario, por lo que en algún lugar puede que queden argumentos incompletos y confusos. Sin embargo, en lo que respecta al tema principal, la noción de felicidad de Schopenhauer, se procuró que quedara lo más claro posible.

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN A LA IDEA DE LA FELICIDAD EN LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA HASTA J. G. FICHTE

 Este estudio introductorio de la idea de la felicidad es un acercamiento rápido –y nada pretencioso– que busca abarcar las principales concepciones de felicidad en la historia de la filosofía con el objetivo de familiarizar con el tema y asentar las bases al pensamiento respectivo de Arthur Schopenhauer (1788, Danzig – 1860, Frankfurt).

La felicidad en la filosofía oriental

Aunque los presocráticos o filósofos de la naturaleza son los primeros, según consideran la mayoría de los estudiosos, que pueden considerarse estrictamente filósofos, se sabe, entretanto, que comparten conceptos filosóficos relativos con pueblos de Oriente (Reale & Antisieri, 1995a, p. 21), los cuales no alcanzaban el nivel abstracto, racional y sistemático de la filosofía griega naciente. Pitágoras (582-507 a. C) quizás sea el parangón de esta afirmación, el cual asumió y convirtió elementos míticos orientales a su filosofía, como lo expone Schopenhauer en sus Parerga y paralipómena (2009a, p. 75).
El pensamiento oriental, o prefilosófico, a diferencia del griego, estaba orientado a explicar teóricamente cuestiones de oficios sacerdotales como es el caso de los brahmanes en la India (Parain, 1981, p. 81). Estos oficios poseían de fondo una mitología que representaba un sistema metafísico nacido –sin duda, como todo mito– de una experiencia humana fundamental. La función sacerdotal estaba sujeta a la relación maestro y discípulo y orientada a obtener la «salvación» de éste último. Sin embargo, el pensamiento indio nunca pretendió «hacer la verdad» o aportar algo más allá de sus concepciones míticas (Parain, 1981, p. 81). En otras palabras, no pretendieron fundamentar racional y empíricamente la existencia y el mundo por medio de un lenguaje abstracto y objetivo fuera de lo supuesto por los mitos y demás creencias. Por ello, en Oriente, a diferencia de Occidente, no se desarrollaron de igual forma las ciencias, y cuando sí, Oriente tuvo que ocupar categorías lógicas de la filosofía occidental (Reale & Antisieri, 1995a, p. 21). Empero, su implícita y sabia metafísica constituye para Schopenhauer grandes verdades a niveles comparados con los de Platón.
En el desarrollo de su pensamiento, Schopenhauer corroboró muchas de sus intuiciones filosóficas con la sabiduría ancestral brahmánica y budista. Sin embargo, no introdujo, de ninguna manera, el pensamiento oriental en su obra (Aramayo, 2001, p. 38). Puede advertirse respecto al pensamiento oriental, un enorme aprecio y validación por su parte, incluso, le hace sobresalir –en lo que concierne a lo fundamental de su filosofía– ante la filosofía de muchos pensadores occidentales. Al respecto, vaticinó que en Occidente, la sabiduría india «transformará radicalmente nuestras miras y nuestros pensamientos» (Sch., 2007, p. 358). Pero no significa que el filósofo alemán le haya admitido en su filosofía con fe ciega, sino en cuanto ésta compaginaba con aquélla.
Por lo que significó la sabiduría oriental para Schopenhauer, por su valor histórico y por su importancia contemporánea –que el filósofo alemán entendió bien hace más doscientos años–, es necesario y justo agregar, antes que la filosofía griega, fundamento de la filosofía occidental, una sobria noción acerca del brahmanismo y el budismo referente a la felicidad.

El brahmanismo

El brahmanismo o hinduismo (1500-400 a. C) tiene por libros sagrados a los Vedas, los Bráhmanas y los Upanishads, libros que circulaban ya por Europa en tiempos de Schopenhauer. Éstos últimos pusieron a la religión sus cimientos filosóficos. En síntesis, Bhraman es el alma universal y Átman el alma individual e indestructible de cada persona. El carácter de las reencanaciones depende del karma, que es el balance neto entre las buenas y las malas obras. El individuo alcanza la liberación de las reencarnaciones o la salvación llevando una vida santa, por el conocimiento, las buenas acciones, el amor y devoción a Dios, la renuncia del mundo y una vida ascética. (Cervera, 1979b, p. 357). Los Upanishads, en el Sermón de Benarés, resumen la enseñanza eudemonológica, y a la vez, moral, del brahmanismo:
He aquí, oh monjes, la verdad santa sobre el dolor: el nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con aquello que no se ama es dolor, la separación de lo que se ama es dolor. He aquí, oh monjes, la verdad santa sobre el origen del dolor: es la sed que lleva de resurrección en resurrección, acompañada de placer y de codicia, que encuentra aquí y allá su placer: la sed de placer, la sed de existencia, la sed del cambio. He aquí, oh monjes, la verdad sobre la supresión del dolor: la extinción del deseo, proscribiendo el deseo, renunciando a él, librándose de él, no dejándole sitio. He aquí, oh monjes, la verdad santa sobre el camino que lleva a la supresión del dolor: es el camino sagrado, con ocho brazos, que se llama fe pura, voluntad pura, lenguaje puro, acción pura, medios de existencia puros, dedicación pura, memoria pura, meditación pura (Parain, 1981, pp. 93-94).
Los Upanishads son para Schopenhauer «el producto de toda la sabiduría humana» (Sch., 2009b, p. 410); «el don más precioso que debemos al presente siglo» –refiriéndose a su traducción al alemán– (Sch., 2007, p. 356). La más notable de sus enseñanzas, según el filósofo, es acerca de la «justicia eterna», derivada de que cada cosa existente es una y la misma, y que moralmente implica que al hacer el bien o el mal a otros, el individuo se lo está haciendo a sí mismo, porque Tatwam asi: «éste eres tú» (Sch., 2007, p. 357). El alemán en el prólogo de la primera edición de El mundo como voluntad y representación, resume la importancia que tiene para él la sabiduría oriental y a la vez qué tan separado está de ella:
El lector que se ha empapado de la sabiduría india y haya sabido apreciarla no será ajeno, ni tal vez hostil, a las concepciones que voy a someterle. Si no implicara demasiado orgullo de mi parte, pretendería que todas las sentencias aisladas y sin trabazón que componen los Upanishads pueden deducirse de los pensamientos que yo expongo, aunque mis máximas no se encuentran en los libros sanscritos (Sch., 2007, p. 8).

 

El budismo

En sus Manuscritos póstumos, Schopenhauer escribe desde una experiencia personal un texto que resume mejor lo que fundamentalmente es el budismo:
Cuando yo tenía diecisiete años, antes de aplicarme al estudio, me vi conmovido por las calamidades de la vida, igual que le ocurrió a Buda en su juventud, al descubrir la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte. A partir de la existencia humana se proclama [el] destino del sufrimiento. Éste parece constituir el fin de la vida, como si el mundo fuese la obra de un diablo, pero dicho fin tampoco es el último, sino más bien un medio para conseguir un fin más óptimo (Aramayo, 2001, p. 36).
Para el budismo, que parte de la experiencia del dolor, el sufrimiento o «agonía» es causado por la ignorancia de la naturaleza «ilusoria» de la existencia sensible y, particularmente, por la «noción de eternidad del alma», que perpetúa el «deseo de vivir». Toda existencia está vinculada al ciclo de las reencarnaciones, una «corriente transitoria sin permanencia ni esencialidad». Cuando se elimine la ignorancia acerca de la vida sensible y el deseo de vivir, se romperá la secuencia causal de las reencarnaciones y vendrá la «salvación». Al respecto, el budismo propone una ética y técnicas de meditación para purificar las «motivaciones y la mente» que causan los deseos y el sufrimiento, lo que conduce a la sabiduría o «iluminación» y al «nirvana» o «extinción», la liberación final y la trascendencia mística (Cervera, 1979a, p. 71).
Por otra parte, el budismo, que se ha tenido por nihilista en Occidente, no se queda en el no-yo que nace a partir de negar los deseos. El budista promueve el amor y la compasión por los demás. Existe un voto, por ejemplo, que consiste en la promesa de no «liberarse» hasta que los otros –que están sufriendo– no se hayan liberado también (Parain, 1981, p. 95).
Históricamente, el budismo nace dentro del brahmanismo. Buda –que no fue brahmán– se separó de la tradición brahmánica al negar la revelación divina. Formó su doctrina desde la experiencia personal, desligándose del sistema de castas y fundó una vida conventual propia (Parain, 1981, pp. 94-95). Sin embargo, el budismo se desarrolló en el contexto del brahmanismo, lo que hizo que multiplicara sus perspectivas éticas, religiosas y litúrgicas, incluyendo la indiferencia de creer o no en dioses. No es necesario para un hinduista como para un budista creer en dioses (Cervera, 1979b, p. 357).
Posteriormente, en el desarrollo de la filosofía de Schopenhauer, los temas tocados someramente en esta sección se justifican por sí solos. Principalmente: la experiencia del dolor y el cómo suprimirlo, el karma o la «justicia eterna», lo ilusorio del mundo sensible, la salvación y la inmortalidad, la división metafísica del mundo entre un alma universal y un alma individual (que equivaldrá en la filosofía de Schopenhauer a la voluntad general y la voluntad particular), y por último, la posibilidad, aun sin creer en una divinidad, de fundamentar filosóficamente estos tópicos. Sin embargo, como se ha dicho, no significa que el alemán concuerde totalmente ni con el brahmanismo ni con el budismo, puesto que, por ejemplo, no afirma que exista un puro sujeto absolutamente eterno (Brahmán) o que todo sea contingente, más bien, en este último caso, afirma que la voluntad es una cosa en sí, necesaria (Piclin, 1975, p. 146).

La felicidad en la filosofía griega

Los presocráticos o filósofos de la naturaleza se preguntaron por el «principio de todas las cosas» sin otro interés que el puro deseo de conocer y contemplar la verdad, por amor a la sabiduría: «filo-sofía». Respecto al nuevo tipo de conocimiento, Aristóteles afirmó que «todas las demás ciencias son necesarias, pero esta es superior», ya que posee un fin en sí misma (Reale & Antisieri, 1995a, p. 21). Este saber, tenía además, una directa implicación en las acciones de los hombres. Al respecto, en el Refranero clásico griego recopilado por Diels-Krantz (García, 1979, p. 226) –que contiene las sentencias de los siete sabios de Grecia– están las semillas de la filosofía práctica que tomará fuerza con Sócrates, y de las cuales se pueden abstraer las distintas concepciones de la felicidad de estos primeros filósofos.
La mayoría de ellos (660-520 a. C) habla de la «mesura» o del vivir equilibradamente para ser feliz. Creóbulo, el Líndico, dice que «lo óptimo es la mesura»; Salón, el Ateniense, que «nada en demasía»; Quilón, el Lacedonio, «no desees lo imposible». Por otra parte, estos primeros filósofos descubrieron la relación que tiene la belleza con la felicidad. Creóbulo dice al respecto, «ten el alma en bello y buen estado»; Salón, «guarda en tu conducta la bondad-bella-de ver»; Periando, el Corinto, «bella cosa es la tranquilidad». Distinguieron también la diferencia entre el placer y la felicidad, dando al primero una connotación negativa. Creóbulo aconsejaba, «sobreponte al placer»; Salón, «huye de aquellos placeres que paren tristeza». En cambio, Tales, el Milesio, le da una connotación positiva, dijo que, «el placer supremo es obtener lo que se anhela». Por otra parte, para la mayoría la virtud va acompañada de la felicidad, y generalmente, la virtud tiene que ver con la justicia. Por ello, recomendaron la virtud como medio para ser feliz y la justicia como la virtud máxima. Salón dice, «preocúpate de lo virtuoso»; Periando, «los placeres son cosa mortal; las virtudes por el contrario, son inmortales»; Creóbulo, «odia la injusticia, observa la piedad» (García, 1979, pp. 227-236).

Heráclito

De los propiamente filósofos de la naturaleza, sobresalen –pertinentes al tema– Heráclito, Demócrito y Empédocles. Heráclito, que vivió entre los siglos VI y V a. C., es conocido a partir de sus Fragmentos como el filósofo del «devenir», para él «todo fluye», las cosas cambian. Dedujo, por tanto, que el principio de todas las cosas es el «fuego». El fuego transforma las cosas, las cambia. «Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río», todo cambia, el río nunca es el mismo. Son los contrarios los que hacen que las cosas se muevan, pero «todo es uno», «el bien y el mal son uno», «la discordia es justicia y… todas las cosas se engendran de discordia y necesidad», «la guerra es común a todos». La sabiduría es, precisamente, darse cuenta que «todo es uno» y que «todas las cosas son dirigidas por todas». Este saber da tranquilidad y sosiego. Así, los males se tendrán por buenos también. Porque, «es la enfermedad lo que hace agradable la salud; el mal, el bien; el hambre, la saciedad; el cansancio, el reposo». En este sentido, la felicidad no está en los placeres: «Si la felicidad consistiera en los placeres del cuerpo, llamaríamos felices a los bueyes cuando encuentran algarrobas para comer». «No es mejor para los hombres lograr todo lo que desean». Al respecto, el hombre tiene que luchar contra los deseos, contra sí mismo, puesto que «su carácter es demonio para el hombre» (Miguez, 1983, pp. 193-250). La felicidad consiste, por tanto, en vencerse así mismo.
La filosofía del devenir de Heráclito constituye para Schopenhauer lo más esencial del conocimiento (Sch., 2007, p. 18). No puede haber ningún conocimiento sin que antes la intuición humana no haya captado la realidad de que todo deviene. Además, el filósofo alemán abarca los temas de la unidad metafísica del todo, de la no diferencia entre los «contrarios» (víctima y opresor para él son lo mismo) y el tema del carácter como esencial para la felicidad.

Demócrito

Demócrito (460-396 a.C.), contemporáneo de Sócrates y Platón, siglo V a. C, fue el sintetizador del atomismo. Era poseedor de una gran cultura y fue «la mente más universal de los presocráticos» (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 67-69). Para Demócrito la realidad estaba formada por un infinito número de cuerpos llamados átomos, los cuales son la fragmentación del Ser-Uno de Parménides, «limitado y finito», «acabado y perfecto» (Reale & Antisieri, 1995a, p. 59). Los átomos son indivisibles, indestructibles e inmutables, y aspiran a mantener el mayor número posible de rasgos del Ser-Uno. Sin embargo, no son visibles a los sentidos, sino solo a la inteligencia. Por lo tanto, para ser pensado, el átomo necesita del vacío. Sin vacío los átomos no podrían diferenciarse ni moverse. «Átomos, vacío y movimiento constituyen la explicación de todo». «Por ley hay color, por ley hay dulzor, por ley hay amargor; pero en realidad hay átomos y vacío» (García, 1979, p. 360).
La deducción ética que hace Demócrito de su ontología es nueva, pero a la vez, fruto de la absorción del pensamiento de sus antecesores. Para Demócrito el nacer es agregarse a las cosas que son y el morir el disgregarse (Reale & Antisieri, 1995a, p.67). Y en la práctica, se recoge en sus Fragmentos, «el no vivir cuerdamente ni sensatamente ni piadosamente no es tan sólo vivir mal, sino estarse muriendo tiempo y más tiempo. La vida hay que gozarla, los insensatos no lo hacen». Pero el goce que Demócrito propone, es un goce medido, porque «si se sobrepasa la medida, lo más agradable se vuelve lo más desagradable». En este sentido, «la templanza acrece lo deleitable y hace muy mayores los placeres». También el filósofo advierte sobre los efectos de la falta de mesura. «El apetito de más y más cosas hace perder lo presente». Afirma también que «buenaventura y malaventura son cosas del alma» y que «los mayores gozos se engendran en la contemplación de las obras bellas» (García, 1979, pp. 351-377). En síntesis, aconseja el equilibrio, el arte, el contentarse con lo que se tiene y el reconocer que se podría estar en peor situación. Dice textualmente:
El buen ánimo se les engendra a los hombres de la mesura en los placeres y del comedimiento de la vida. Que las deficiencias y superabundancias se complacen en inmutar al alma y producir en ellas grandes conmociones. Y las almas que se mueven entre extremos demasiados distantes no están equilibradas ni están de buen ánimo. Así que en lo posible hay que tener buen sentido y contentarse con lo que está al alcance de la mano, sin hacer gran memoria de los envidiados y admirados, ni parar mientes en ellos; darse más bien a considerar las vidas de los atribulados, representándose en sí mismo lo duro que lo pasan… tenerse por feliz viendo lo que sufren, pues le van la vida y los negocios muy mejor que a ellos (García, 1979, pp. 365-366).
Los temas de Demócrito que conciernen a la filosofía de Schopenhauer son la experiencia cotidiana de la vida y la muerte, la importancia que se debe de dar al tiempo presente para alcanzar mayor tranquilidad, y la contemplación del arte como una experiencia liberadora de los deseos. Entretanto, el alemán critica la postura materialista del jónico, ya que reduce a la vida a un conglomerado elementos químicos y de fuerzas mecánicas (Sch., 2007, p. 133), sin contemplar una razón más profunda y totalizante.

 

Empédocles

Empédocles (484-421 a. C.), de todos los presocráticos tardíos, es el que mejor conservó el parentesco de ser cósmico y de ser humano (Parain, 1973, p. 30). Para Empédocles existen cuatro elementos o «raíces de todas las cosas»: la Tierra, el Fuego, el Aire y el Agua. Y existen también, dos principios cosmológicos o «motores»: el «Amor» y el «Odio», que «mezclan» y «disgregan» los cuatro elementos formando todo lo que existe, incluyendo la vida y la muerte. Cuando predomina el amor, los elementos se juntan; en cambio, cuando predomina la discordia, se separan (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 63-64).
Empédocles es digno de observar para Schopenhauer, ante todo por su declarado pesimismo (Sch., 2009a, pp. 70-71). Empédocles reconoce la miseria de la existencia humana. Dice: «Vivimos en un valle de lágrimas». Como los pitagóricos, consideraba al cuerpo la cárcel del alma. «Esas almas se encontraron una vez en un estado de infinita felicidad y por su propia culpa y pecado han caído en la perdición presente, en la que se hayan cada vez más inmersas por la conducta pecaminosa». [Schopenhauer observa la semejanza que tiene esta creencia órfica con el mito del pecado original, y con la visión cristiana de mundo, a excepción de la metempsicosis o «la transmigración de las almas» (Sch., 2009a, p. 71)]. Para Empédocles pues, la vida es un estado de sufrimiento y purificación del que la muerte redime y libera si la persona ha actuado bien. Obrar bien es hacer «obras de amor»: «prácticas capaces de facilitar el ajuste de los miembros, desde lo erótico a lo político, pasando por las loables costumbres de dar asilo y ofrecer hospitalidad» (Parain, 1973, p. 32).

 

Sócrates

Si los presocráticos se preguntaron por el principio de la naturaleza, Sócrates (470-399 a. C.) se pregunta por la naturaleza y la realidad última del hombre. Para Sócrates el hombre es su alma, aquello que lo distingue de manera específica de cualquier otra cosa. El alma es la sede de la razón y de la ética del hombre (Reale & Antisieri, 1995a, p. 87).
El ateniense es reconocido, entre muchas otras cosas, por su método para filosofar, la «mayéutica»: un diálogo que pretende que el interesado diga por sí mismo las razones del problema que discute con otro más instruido. En este sentido, que la persona admita las razones antes que se hubiese percatado de las mismas es para Schopenhauer una ventaja sobre otros métodos, como la exposición didáctica (Sch., 2009a, p. 77). Lo dice alguien reconocido por sus debates, y el cual opinó que «si fuéramos por naturaleza honrados, en todo debate no tendríamos otra finalidad que la de poner de manifiesto la verdad» (Sch., 2008, p. 15).
La confianza de Sócrates al decir que el otro individuo posee ya la verdad se debe a su seguridad en la razón, esencia del hombre. De la misma manera, Sócrates confía en encontrar en la razón la medida de la virtud, por lo tanto, de la felicidad. Para Sócrates, «los conceptos más útiles y más eminentes son aquellos que pueden ayudarnos a dirigir nuestra conducta». Y la conducta virtuosa consiste en resistir a los impulsos particulares, para seguir los mandamientos universales de la razón. Así como la razón es una, la virtud es una. Por lo tanto, «no basta con pensar bien; hay que actuar bien» (Parain, 1973, p. 47).
Precisamente por esto, para el ateniense, la voluntad, deseo esencial del hombre, se dirige naturalmente hacia el bien, lo que significa que «nadie es malvado voluntariamente». La persona obra mal por ignorancia. Entretanto, la satisfacción del deseo de obrar bien es a lo que llama felicidad. Esto quiere decir que para Sócrates la felicidad se puede enseñar –o hacer que se descubra–, porque la virtud, por su identificación con la razón, se enseña, «escapa a los azares de los temperamentos individuales, buenos o malos, y se hace comunicable» (Parain, 1973, p. 47). Además, así como la razón tiene un fin en sí misma, la virtud también es un fin en sí misma. Ser virtuoso contiene en sí mismo el premio, la felicidad. Por lo tanto, para Sócrates, «el hombre es el verdadero artífice de la felicidad» (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 90-91).
A partir de Sócrates –aunque ya se venía premeditando– se comienza a llamar «felicidad» al mensaje filosófico respecto a una vida próspera y placentera: eudamonía. La palabra anteriormente se usaba para designar la suerte de haberle tocado a la persona un demonio bueno: eu-daimonía, que según las creencias, era el responsable del destino de las personas (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 90-91). Aunque también, para eudamonía es aceptable la traducción como «genio», un genio que aconseja hacer o no las cosas (Marías, 1988, p. 69). Al respecto, Schopenhauer dice que una de las similitudes entre Sócrates y Kant está en el rechazo a todo dogmatismo, «ambos confiesan una total ignorancia en cuestiones de metafísica» (Sch., 2009a, p. 77).
Además, Sócrates introdujo el concepto de libertad refiriéndose al «autodominio». «El hombre verdaderamente libre es aquel que sabe dominar los instintos, y el hombre verdaderamente esclavo es aquel que no sabe dominar sus instintos, y se convierte en víctima de ellos» (Reale & Antisieri, 1995a, p. 90). Para el ateniense el autodominio es la base de la virtud, por ello aconseja que cada persona debería procurar adquirirlo. Pero antes, es necesario el conocimiento de sí mismo para saber dominar las pasiones. De ahí la frase proverbial de Sócrates: «conócete a ti mismo». Máxima bastante significativa para Schopenhauer, aunque por otra parte su ética y eudemonología sea la antítesis de la socrática. Sin embargo, el alemán agotará los temas de la libertad y la voluntad y reflexionará sobre el asalto a la metafísica que infringe Sócrates a la joven tradición filosófica desde el racionalismo.

Platón

Schopenhauer «amaba» a Platón (428-327 a. C.) y admiraba grandemente a Kant. Del ateniense aprendió las Ideas y el carácter filosófico de la contemplación. Antes de hacer síntesis entre los pensamientos de ambos filósofos en su obra principal, el filósofo alemán leía con frecuencia el mito de la caverna de Platón, debido al sentimiento de libertad que albergaba, y que Kant, con su «actuar como si», –«actuar como si la existencia de otra vida fuese algo inapelable», por ejemplo–, trataba de objetarle siempre, manteniéndolo atado y con los ojos vendados, no pudiendo ver más allá según sus anhelos (Safranski, 2011, p. 162). Aquello que Schopenhauer leía podría expresarse para Safranski de esta manera:
Nos encontramos en una oscura mazmorra: detrás de nosotros arde un fuego y más atrás está la salida. Estamos encadenados; no podemos girar la cabeza y tenemos que mirar a la pared que hay enfrente de nosotros. Allí seguimos el juego de sombras proyectadas por los objetos que los portadores llevan por detrás de nosotros y delante del fuego. Si pudiéramos volvernos, veríamos los objetos verdaderos y el fuego; entonces quedaríamos libres y, finalmente, podríamos abandonar la mazmorra y salir al sol. Sólo entonces estaríamos en la verdad (2011, p. 162).
Como se verá más adelante, la «voluntad» –principio de todo lo que existe y que el hombre es capaz de intuir en sí mismo– se observa a sí misma en el pensamiento humano; cuando éste la refleja, se desarrolla el único acto de libertad del que es capaz la naturaleza (Sch., 2007, p. 399). Por esta razón, para Schopenhauer, según el mito platónico, no se trata de ver a los objetos mejor, sino de estar de cara al Sol, de cara a la verdad última. Esta experiencia constituye la felicidad, llamada por Platón, «buenaventura».
En griego, felicidad, además de eudaimonía, se nombra también como makariótes. El primer nombre puede traducirse literalmente como «felicidad», y el segundo como «buenaventura». Aristóteles usó más el primero y Platón el segundo. La diferencia consiste en que eudaimonía se refiere sobretodo a la felicidad propiamente humana; puede emplearse como sinónimo de estar bien o pasarlo bien. Makariótes, en cambio, se refiere a la felicidad como una experiencia o un don divino; a la conciencia de que la felicidad no depende solo del hombre. Sin embargo, esta diferencia no es tan profunda, tanto Platón como Aristóteles usaron ocasionalmente ambas palabras indistintamente (Marías, 1988, p. 76).
Ahora bien, Platón introduce en la filosofía el dualismo antropológico. El hombre es formado por un alma y un cuerpo. Platón parte de su teoría sobre los dos mundos: uno inteligible o suprasensible y el otro sensible. El mundo sensible es solo una copia o la sombra del mundo inteligible: del mundo de las Ideas. Ideas que son las esencias de las cosas, lo verdadero, lo que nunca cambia; diferente al mundo sensible gobernado por el devenir, la generación y la corrupción de las cosas. El alma es de naturaleza inteligible, el cuerpo es materia, es la tumba y la cárcel del alma. «Mientras tengamos cuerpo –dice el ateniense– estamos muertos, porque somos fundamentalmente nuestra alma… Nuestra muerte corporal en cambio es vivir, porque al morir el cuerpo el alma se libera de la cárcel» (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 142-143). Solo así, el alma puede contemplar la verdad –las Ideas en sí mismas– que le está vedada ver directamente en el mundo sensible; mientras el alma está en el mundo sensible, encerrada en el cuerpo, no puede más que conocer las sombras de las Ideas. Sin embargo, mediante la contemplación quieta del mundo sensible, puede acercarse a ellas. Schopenhauer llama a esta epistemología, «racionalismo con finalidad metafísica»:
[Para Platón] el cognoscente en nosotros es una sustancia inmaterial radicalmente diferente al cuerpo, llamada alma; el cuerpo, en cambio, es un obstáculo para el conocimiento. De ahí que todo conocimiento mediado por los sentidos sea engañoso: el único verdadero, correcto y seguro es, por el contrario, el que está libre y alejado de toda sensibilidad (es decir, de toda intuición): el pensamiento puro es, esto es, operar exclusivamente con conceptos abstractos, pues este lo ejecuta el alma con sus propios medios (Sch., 2009a, p. 78).
Al tener en cuenta esta dicotomía entre el alma y el cuerpo y su repercusión en el conocimiento, se desprende con más facilidad la concepción de felicidad de Platón.
Al respecto, es en El Filebo donde se encuentra concentrada la eudemonología platónica. El Filebo es un diálogo entre Sócrates y Filebo. Consiste en explicar qué constituye la felicidad, cuál es su esencia. Principalmente, si la felicidad consiste en el placer o en la sabiduría. A desfavor del placer, en el diálogo se dice: «¿qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno sólo». Pero, por otra parte, si se reduce la felicidad a «sólo bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna». Por lo tanto se concluye que, tanto la sabiduría como el placer no se bastan a sí mismos, y por consiguiente, ninguno de los dos por separado constituye la felicidad. La felicidad, entonces, resulta de una mezcla de ambos. ¿Quién tiene prominencia sobre el otro? Para dar respuesta, Platón recurre a su metafísica que divide a los seres en «infinitos» e «indeterminados», y   «finitos» y «determinados». El hombre pertenece a un tercer grupo de seres que son a la vez indeterminados y determinados, infinitos e infinitos, en los cuales es posible la felicidad. La felicidad dependerá en cuánto se aleje o acerque cada individuo del primer rango de seres, los infinitos, que son más cercanos al «Bien». La conclusión a la que Platón llega es que, la sabiduría, al estar más próxima a la «causa productora» de toda la existencia, al Bien, en ella está la felicidad. «No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón». Por lo tanto, en la felicidad –mezcla de sabiduría y placer– es la sabiduría el elemento predominante (Azcárate, 1871, pról., pp. 9-12).
Por otra parte, en el diálogo se dice que las afecciones del placer y del dolor son de naturaleza finita, propias del animal y del hombre, no conciernen en cambio, a la naturaleza divina. Ambos nacen a partir del equilibrio que se logra entre el cuerpo y el alma. Cuando hay orden entrambos, se produce el placer; y cuando hay desorden, nace el dolor. Y no solamente el cuerpo sufre, también lo hace el alma. Porque la memoria, que guarda el recuerdo de todas las modificaciones sensibles del cuerpo, ya sea de manera espontánea, vaga e incompleta, o por una reflexión voluntaria e intencionada, hace que el recuerdo produzca dolor en el alma, ya que de los recuerdos nace el deseo, que se encuentra también unido a la inteligencia. Por ello, para Platón, la verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor. Un placer falso, por ejemplo, es la alegría de un suceso irrealizable, o el dolor del temor de una desgracia imaginaria. En cambio, el placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real de referencia (Azcárate, 1871, p. 13).
Además, en El Filebo, Platón llama placeres verdaderos a los que «no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible, cuyo goce es tan vivo y la privación tan amarga» (Azcárate, 1871, pp. 13-16). Los placeres verdaderos están en el mundo ideal, concebido por el sabio a través de la contemplación. El placer verdadero –como se dijo anteriormente– es la contemplación del mundo suprasensible, de las Ideas, donde el alma del filósofo encuentra la verdad, el Bien.
Por otra parte, es en El Menón donde Platón se pregunta por la naturaleza de la virtud y su relación con la felicidad. «¿Podrías decirme, Sócrates, si la virtud se adquiere por la enseñanza, por el ejercicio, o si se da al hombre por la naturaleza, o si procede de cualquier otra causa?». Pero antes se encuentra con el siguiente dilema: «¿Cómo se puede buscar lo que no se conoce?». Platón recurre entonces a su metafísica, exponiendo que el alma, que es inmortal, mientras estaba en el «mundo de las Ideas», había conocido el Bien, por eso lo busca en el mundo sensible, y al practicar la virtud lo encuentra. La virtud, por lo tanto, que es un bien, y causa primordial de la felicidad, es imposible que exista sin el conocimiento de la misma. Sin embargo, la virtud no se enseña. «Por la educación únicamente pueden producirse oradores, mas no sabios. Por lo tanto, para el ateniense, «el sabio es un hombre divino» (Parain, 1973, p. 63). Y el sabio es el hombre más feliz.
Para terminar, Platón no vincula la belleza con el arte, pues el arte para él es una imitación de las cosas sensibles, «una imitación de una imitación». Sin embargo, no negó su capacidad de servir a lo verdadero, empero, de la misma manera podría hacerlo lo falso. Por ello, para él el arte debe someterse a la filosofía, la única capaz de alcanzar la verdad, la Idea. En cambio, Platón relacionó la belleza con el amor «eros». Para el ateniense el amor es una fuerza mediadora entre lo sensible y lo suprasensible. «No es ni bello ni bueno, sino sed de belleza y bondad». Y así como el verdadero amante es aquel que es capaz de hacer un gran esfuerzo, así el amor puede llegar al ser supremo, a lo absolutamente bello. Por lo tanto, el amor es nostalgia del absoluto, de lo bello por sí mismo (Reale & Antisieri, 1995a, pp. 141-142). El amor deseo de felicidad.

Aristóteles

Al morir Platón, después de veinte años de ser alumno suyo, Aristóteles (384-322 a. C.) abandona la Academia –lugar donde enseñaba el ateniense–, y forma su propia escuela, el Liceo. Aristóteles elimina de su filosofía los elementos místico-religioso-escatológicos del pensamiento platónico y desarrolla una metafísica que indaga en la naturaleza «las causas y los principios primeros», al «ser en cuanto ser», a Dios, «causa y primer principio por excelencia» (Antisieri & Reale, 1995a, pp. 160-163). De esta forma, aunque el elemento «divino» sigue presente en la nueva filosofía, ahora lo es de manera más racional.
Al respecto, Schopenhauer dirá que a Aristóteles le faltó profundidad en su pensamiento, «su visión del mundo es plana, aunque sagazmente trabajada». Y que, a pesar de ser una mente «altamente sistemática» y con vocación «predominantemente empírica», no pudo ser «consecuente ni metódico». En este sentido, al comparar sus escritos con los de Platón, éstos últimos le parecen trabajados con mucho esfuerzo, con un seguimiento a la línea temática excepcional; en cambio, los escritos de Aristóteles, «como aquel que no es capaz de mantenerse fijo en nada… igual que un niño deja caer un juguete para coger otro que acaba de ver: este es el lado débil de su espíritu: la viveza de la superficialidad». Le reclama igualmente, el pretender razonar a priori sobre la naturaleza a partir de conceptos, a diferencia de Francis Bacon, que lo hizo desde lo intuitivo, desde la experiencia, consagrándose el verdadero fundador del empirismo, en detrimento de Aristóteles. Además, el filósofo alemán dice que con tales tipos de razonamientos, Aristóteles arremetió contra los que a final del asunto tenían más razón que él en asuntos de astrología, como lo fueron Pitágoras, Empédocles, Heráclito y Demócrito, dando datos que lo confirman (Sch., 2009a, p. 83).
En lo que respecta a su pensamiento, Aristóteles afirma que el hombre –como también el mundo– no es un ser dual, como pensaba Platón, sino uno solo compuesto de «materia» y «forma», «alma» la primera, «cuerpo» la segunda. A esta teoría le llamó «hile-mórfica», que significa un compuesto de materia y forma. Este razonamiento tiene consecuencias en su ética, que está presente principalmente en su Ética a Nicómaco.
Aristóteles critica a la metafísica platónica, que su concepción de Bien supremo como aquel que está por encima de los bienes particulares, es inconsecuente con la realidad. El estagirita concibe que este Bien supremo se realiza más bien, en los bienes particulares y cada vez de diferente manera, y no de una misma manera referida a un mundo suprasensible. Pues, si para Platón el placer y el dolor del alma es distinto al placer y el dolor del cuerpo, el placer y el dolor del alma serían, de esta manera, simplemente el bien y el mal absolutos y últimos, a los que habría que subordinar todos los demás placeres y dolores (Vives, 1970, p. 115). Para Aristóteles, en cambio, el Bien, según su teoría hilemórfica, se hace presente en toda la realidad. La Ética a Nicómaco comienza así: «Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y toda elección, parecen tender hacia algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que tienden todas las cosas» (Aristóteles, 2010, p. 25).
Entretanto, para Aristóteles como para Platón, el bien tiene conexión con la felicidad. La diferencia reside en que para Aristóteles el concepto de bien se liga a la realidad sensible. Por lo tanto, el hombre tiende al bien en todas las situaciones, y de la misma manera, a la felicidad en todas las situaciones. Obrar bien, vivir bien, equivalen a ser feliz. Ahora bien, Aristóteles observa diferentes pareceres entre los hombres, para algunos la felicidad está en el placer, la riqueza y los honores. Otros, en cambio, la hacen depender de lo que carecen: para el que está enfermo, es la salud; para el que es pobre, es la riqueza; para los que tienen conciencia de su ignorancia, es la admiración de aquéllos que dicen algo sabio. «Pero algunos creen que, aparte de toda esta multitud [de bienes], hay algún otro que es bueno por sí mismo y que es la causa de que todos aquellos sean bienes». Este bien más perfecto se persigue por sí mismo, no se busca por otra cosa, y nunca se elige por otra cosa (Marías, 1988, p. 71; Aristóteles, 2010, p. 28). Aristóteles se refiere a la felicidad por sí misma:
Tal parece ser eminentemente la felicidad, pues la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos (pues aunque nada resultara de ellas, desearíamos todas esas cosas), pero también los deseamos en vista de la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de ellos. En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra (Marías, 1988, p.72; Aristóteles, 2010, pp. 33-34).
La felicidad para Aristóteles, además, debe ser durable, así como lo es la «substancia» frente a los «accidentes» en su ontología. Algo que no dura, por tanto, no puede llamarse felicidad. Aristóteles dice, que así como una golondrina no hace verano ni un solo día, del mismo modo, un solo día o poco tiempo de felicidad, no hace venturoso y feliz al hombre. De tal modo que la felicidad requiere una virtud perfecta y una vida entera.
El estagirita concluye que la felicidad es el fin del hombre. No es un hábito ni una disposición, sino una actividad. Actividad que es diferente a la poiesis, a la producción, fabricación. La felicidad es más bien una práxis, que quiere decir, una actividad que no es algo distinto a ella, sino ella misma. Sin embargo, un flautista necesitaría de una flauta, o un gobernante de un pueblo. En cambio, la theoría, que significa «visión» o «contemplación», es para el hombre la práxis más perfecta, pues no necesita nada más que a ella misma. Por eso Aristóteles le llama una actividad «divina» (Marías, 1988, pp. 74-75). Y de este modo, quien posea mayor capacidad de contemplación, es más feliz, porque «hasta donde alcanza la contemplación, alcanza también la felicidad» (Aristóteles, 2010, p. 245).
Sin embargo, por razón de ser hombre, el contemplativo tendrá necesidad del «bienestar exterior», debido a que la naturaleza humana no se basta a sí misma para la contemplación, sino que, necesita la posesión y el disfrute de una buena salud del cuerpo, de buen alimento y demás cuidados corporales. En este sentido el estagirita dice que no se es completamente feliz, si se tiene un aspecto lamentable, si se es de humilde extracción, o si se vive solo y sin hijos. Se ha dicho que Aristóteles es más «sensible» que las restantes escuelas de la antigüedad al sentimiento popular de lo trágico de la vida. Con Aristóteles la felicidad no solamente depende del hombre como tal, sino también de las circunstancias que lo envuelven (Parain, 1973, pp. 229-230).
También se ha dicho que el realismo aristotélico degrada la moral al rango de un «oportunismo», sin ninguna elevación espiritual, diferente a las escuelas socráticas. De hecho, es una «moral desmitificada», pero no invita a la relajación, al contrario, para Aristóteles, «el hombre virtuoso será aquel que saca partido de las circunstancias para actuar siempre con la mayor nobleza posible». «El hombre debe contentarse en este mundo del mejor modo posible y no buscar un absoluto ilusorio» (Parain, 1973, p. 230).
Por último, la virtud para Aristóteles es un hábito, no un «don» de la naturaleza. Tampoco tiene que ver con el conocimiento, pues no es suficiente conocer el bien para hacerlo. La virtud es entonces, una disposición adquirida de la voluntad cuando es guiada por la «prudencia» y la «sabiduría» propias del alma racional (Antisieri & Reale, 1995, p. 186). En este sentido, la acción moral, que estaba reducida al logos, al pensamiento, se amplía con Aristóteles al patos, a la pasión, y también al ethos, a las costumbres. Por esta razón, para juzgar una acción virtuosa se hace necesario la «intuición» y el «discernimiento». De esta manera, para Aristóteles, ningún sistema moral puede reemplazar al consejo de un hombre prudente (Parain, 1973, p. 231). En resumen:
Si la felicidad es una actividad conforme a la virtud, es razonable que se conforme a la virtud más excelente, y éste será la virtud de lo mejor que hay en el hombre. Sea el entendimiento, sea alguna otra cosa aquello que por naturaleza parece dominar, dirigir y tener intelección de las cosas bellas y divinas, dado que ello mismo es divino o lo más próximo a lo divino que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud que le es propia será la felicidad perfecta (Aristóteles, 2010, p. 241).

Los estoicos y epicúreos

Luego del aluvión de Alejandro Magno (356-323 a. C) el mundo occidental vivió el nacimiento del helenismo, una cultura amable con los diferentes modos de pensar, que dio paso a la creación de nuevas escuelas filosóficas. Esto gracias al intercambio cultural y a la mezcla entre diferentes razas y costumbres. Dos de ellas fueron la escuela la epicúrea y la estoica, las cuales todavía existían en el mundo grecorromano antes que la inminente avalancha de la fe cristiana las absorbiera por completo, como fue el caso –en lo filosófico– de Agustín de Hipona (Elorduy, 1972b, p. 316).
Antes que Epicuro (341-270 a. C) fundara El Jardín, su escuela, Antístenes (444-365 a. C.) enseñaba las directrices de lo que se conoce como Cinismo. Sus ideas fueron encarnadas y radicalizadas por Diógenes (412-323 a. C), alumno suyo. Diógenes «buscaba al hombre», al hombre feliz, aquel capaz de vivir conforme a su naturaleza, a su esencia más auténtica. A aquel hombre que estuviera más allá de las convenciones sociales, de las exterioridades y de los caprichos de la suerte. Porque el hombre de por sí, tiene todo lo necesario para ser feliz. Sólo tiene que darse cuenta de cuáles son las exigencias de su naturaleza; que no lo son las construcciones metafísicas, ni las demás ciencias. Más bien, el comportarse naturalmente, el vivir en libertad como los animales. No es la meditación conceptual lo que hace al hombre feliz, tampoco el vivir con metas, porque estas crean necesidades superfluas que coartan la libertad (Antisieri & Reale, 1995a, pp. 206-208).
Por estas razones, para el cínico es virtud aquello que hace al hombre más libre, libre incluso de la necesidad del placer. Y lo que ayuda a alcanzar la libertad es el «ejercicio y la fatiga», porque hacen despreciar el deleitarse. Por esto, la «autarquía», el bastarse a sí mismos, junto con la apatía, eran los objetivos principales que los cínicos perseguían. En síntesis, para el cínico «la vida se basta a sí misma» (Antisieri & Reale, 1995a, pp. 207-208).
El significado de cínico que ha quedado en la tradición se fundamenta en los abusos que cometieron muchos cínicos, incluyendo al mismo Diógenes. El desaseo personal y la falta de modales fueron al menos dos de las mortales causas de la paga que ha tenido la historia para con ellos.
En este contexto aparece Epicuro, para el cual la felicidad consiste en la consecución del placer. En la Carta a Meneceo, estandarte de la doctrina epicurea, se lee:
Decimos que el placer es el comienzo y el fin del vivir la vida bienaventurada. Pues reconocemos en el placer un bien primario e innato en nosotros; e iniciamos todo acto de elección o de invitación desde el placer y retornamos a él de nuevo, utilizando nuestra experiencia del mismo modo como el criterio de las cosas buenas (Rowe, 1979, p. 221).
El epicúreo no distingue entre placeres buenos y placeres malos, pues el placer es algo deseable en sí mismo. Por lo tanto, «lo excelente» no puede ser motivo de acción, sí el placer. Esto no significa, sin embargo, entregar la vida al placer sensual. Pues, el placer no consiste en ser «activamente deleitado», sino, especialmente, en la pura ausencia del dolor. De esta manera, si se quiere conseguir mayor placer, se debe evitar más el dolor. Y una de las maneras de conseguirlo es el «dominio de sí mismo», que permite que el individuo escape de los intensos dolores que acompañan al deleite físico. De esta forma, el epicureísmo es un hedonismo moderado (Rowe, 1979, p. 221). Dice Epicuro en su ejemplar carta: 
De modo que, cuando decimos que el placer es el fin, no estamos pensando en los placeres del libertino, ni en los que consisten en llenarse con algo, como piensan algunas personas ignorantes, que bien no están de acuerdo con nuestra manera de ver las cosas o meramente no logran entenderla, sino en estar exentos de dolor en el cuerpo y de turbación en el alma (Rowe, 1979, p. 222).
Para los de El Jardín los placeres y dolores del cuerpo están conectados siempre con deseos, esperanzas y temores propios del alma acerca del bienestar físico. Por esto, la búsqueda del conocimiento tiene el propósito de ayudar a suprimir estos sentimientos acerca del bienestar (Rowe, 1979, p. 223).
Además de los placeres y el «autodominio», para el epicúreo la amistad es muy importante. Aunque se elija primeramente a la amistad por necesidad, toda amistad debe ser digna de ser elegida por sí misma. Y si lo agradable determinó la elección, al menos este placer es mayor que los del propio cuerpo. Por ello, el beneficiar a otros es más agradable que el recibir beneficios de ellos. El epicureísmo tampoco es un hedonismo egoísta (Rowe, 1979, p. 223).
El estoicismo nació con el semita Zenón (333-262 a. C), que a la edad de unos diez años se asentó en Atenas. Ya mayor, habiendo conocido el epicureísmo, no estuvo de acuerdo con algunas de sus enseñanzas principales, aunque compartía con la escuela que la filosofía trataba sobre el cómo vivir, y no de elucubraciones metafísicas. Zenón pues, fundó una nueva escuela que se estableció en uno de los pórticos de la ciudad, ya que no tenía derecho a comprar edificios por no ser ciudadano ateniense (Antisieri & Reale, 1995, p. 225). Del pórtico, en griego, Stoa, se deriva el nombre de la nueva escuela que se convirtió en la más importante de Grecia, y que con Séneca (4 a. C - 65) brilló en Roma. Y no es de desestimar que de la herencia cultural de los estoicos son los estratos con los que está fundado la Europa y la Iberoamérica moderna (Elorduy, 1972a, p. 7), de ahí la importancia que tiene la escuela para Schopenhauer.   
A diferencia de los epicúreos, para el estoico el impulso primordial de la naturaleza humana no lleva hacia el placer, sino hacia la preservación de sí mismo. El placer, si se produce, es una consecuencia que se da solamente cuando la naturaleza por sí misma ha buscado y encontrado las cosas que convienen a la constitución animal (Rowe, 1979, p. 224). Al respecto, Séneca, al cual Schopenhauer le consideró sus escritos como enérgicos, ingeniosos y meditados (Sch., 2009a, p. 87), dice en el Tratado para una vida bienaventurada:
Diráseme que no por otra razón reverencio la virtud sino porque de ella espero algún placer. Lo primero digo que, aunque la virtud da placer, no es ésa la causa por la que se busca, que no trabaja para darle; si bien su trabajo, aunque mira otros fines, da también placer, sucediendo lo que a los campos, que, estando arados para las mieses, dan también algunas flores, y, aunque estas deleitan la vista, no se puso para ellos el trabajo, que otro fue el intento del labrador, y sobrevínole éste (Séneca, 2005, p. 73).
Desde el momento en que el ser humano está dotado de razón, su comportamiento deja de guiarse por los instintos y comienza a fundarse en la selección y el rechazo racionales. De tal modo que sus intereses se vuelven más amplios que los de la simple búsqueda del placer. Ahora la sabiduría y la virtud representan el estado propio del hombre, el estado que la naturaleza le asignó. De forma que, como el fin es vivir conforme a la naturaleza, el hombre deberá vivir según su razón (Rowe, 1979, p. 224).
Para los estoicos la felicidad es constituida únicamente por la virtud. Y nada que no sea virtud puede ser considerado como bueno. La virtud consiste en adoptar una actitud correcta respecto a las cosas, es decir, elegir las cosas rectas, en el momento oportuno, y así sucesivamente. De tal modo que los bienes comunes y las circunstancias comunes poseen un determinado grado de valor, independientes respecto a la felicidad. En otras palabras, la felicidad no solo está anclada a un bien, sino también a una circunstancia. Hay una inclinación natural por la salud, la belleza y la riqueza, pero como las circunstancias pueden ser muy distintas, para que una acción sea virtuosa, no siempre podrán ser escogidas las cosas preferidas por las inclinaciones (Rowe, 1979, pp. 225-226).
El estoico, debido a su cosmovisión, debe adecuar sus acciones al acuerdo sobre plena convivencia universal. Para éstos el mundo es una sola totalidad orgánica, de la cual la naturaleza, la razón o Dios, es el principio y motor. Cada individuo posee un papel que desempeñar y que está en común acuerdo con el plan de la naturaleza. El sabio está enterado de este bello plan, por lo que posee un conocimiento infalible de lo que es propio que haga en cualquier circunstancia dada (Rowe, 1979, pp. 226-227). Al respecto, Cicerón en De natura Deorum dice del fundador de la escuela:
Zenón define a la naturaleza, diciendo que es un fuego artificioso, que avanza sistemáticamente en su acción generadora. Porque cree Zenón que es propio del arte el crear y el engendrar; y lo que en nuestras obras artísticas hace la mano, lo hace mucho más artísticamente la naturaleza, es decir, ese fuego artificioso, del cual he dicho que es maestro de las demás artes. Y de esta manera toda naturaleza es artificiosa, porque sigue como cierto método y secta (escuela). Y la naturaleza de todo el mundo, que lo abraza y lo contiene todo, no sólo es artificiosa sino artista, como dice Zenón, procuradora y provisora de todas las utilidades y oportunidades. Y así como las otras naturalezas nacen, crecen y están contenidas en sus semillas, del mismo modo la naturaleza del mundo tiene sus movimientos voluntarios, sus tendencias y deseos, que los griegos llaman ormás y realiza actos correspondientes a ellas, lo mismo que nosotros ejecutamos nuestros movimientos por nuestra alma y por nuestros sentidos. Por ser de esta índole la mente del mundo, que por esta razón se llama la prudencia o providencia del mundo, lo que esta ante todo provee o prevé es que el mundo se aptísimo para su duración (Elorduy, 1972a, pp. 42-43).    
Esta confianza en la razón, en la prudencia o en la providencia del mundo que concibe Zenón, repite lo que años antes había pensado Sócrates. Ambos poseen una interpretación monista del mundo dentro del cual todo está pensado y ordenado (Elorduy, 1972a, pp. 42-43). Esto quiere decir que, sea lo que fuere lo que le toque al hombre sufrir, por más desdichado que parezca ser, debe soportar su suerte con ecuanimidad, ya que la naturaleza obra siempre para lo mejor, y en todo caso, el sufrimiento que le espere, contribuirá a mejorar el bienestar del universo (Rowe, 1979, p. 227).
Además, desde esta concepción, el estoico sostuvo que, debido al vínculo natural que une a todos los seres, cada uno debe buscar la felicidad de todos (Rowe, 1979, p. 228). Ya que, como dice Séneca al comienzo del Tratado sobre la vida bienaventurada: «Todos, oh hermano Galión, desean vivir bienaventuradamente, pero andan a ciegas en el conocimiento de aquello que hace bienaventurada la vida» (Séneca, 2005, p. 59). En otras palabras, todos buscan la sabiduría, pero no saben cómo alcanzarla. Porque no es sabio, dice el cordobés:
…aquél sobre quien tiene imperio cualquier cosa, cuanto más si le tiene el placer, porque poseído por él, ¿Cómo podrá resistir al trabajo, al peligro, a la pobreza, y a tantas amenazas que alborotan la vida humana? ¿Cómo sufrirá la presencia de la muerte, cómo la del dolor, cómo los estruendos del mundo, y cómo resistirá a los ásperos enemigos, si se deja vencer de tan flaco contrario? (Séneca, 2005, p. 75).
A pesar de este acometido racional contra el placer, Séneca tenía una opinión bastante buena de Epicuro. Consideró como «cosas santas, rectas y aun tristes» lo que éste enseñó (Séneca, 2005, p. 79). Séneca estaba seguro, contra lo que pensaban los demás, que Epicuro buscaba los placeres duraderos, permanentes y sin mezcla de dolor, los que equivalen a los placeres no muy materiales ni sensuales ni muy intensos, sino los necesarios. Y acerca de considerar sus enseñanzas como tristes, se ha dicho que, por la vivencia de su contexto, ambas escuelas tenían en común la increencia en la inmortalidad, lo que aumenta el dolor en sus experiencias de vida. Por tales motivos, tanto unos como otros no buscaban el placer, sino evitar el dolor. Se trataba más de dominar el placer, que de obtenerlo (Marías, 1988, pp. 97-98).
En cuanto a las palabras para nombrar la felicidad en el mundo grecorromano, hubo dos de ellas equivalentes a la eudaimonía y a la makariótes griegas. Estas palabras son felicitas, que significa literalmente fecundidad, fertilidad o prosperidad, y beatitudo, que significa colmar, llenar o no dejar que falte nada, o también, lo colmado, lo llenado. De este modo el castellano las hereda por felicidad y beatitud respectivamente. La primera, como en Aristóteles, más humana y cotidiana, y la segunda, beatitud, conserva siempre el tono más sublime e incluso religioso, como es también el caso de su sinónimo, ventura o buenaventura (Marías, 1988, p. 91; 129).
Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación da una pincelada sobre la moral estoica que le servirá como fondo para su propia ética. Para el filósofo alemán el estoicismo es un paradigma histórico de lo que pasa cuando la razón se muestra práctica (Sch., 2007, p. 98). En su origen, el estoicismo no era una doctrina sobre la virtud como sí lo fue la de los Vedas, la de Platón, la del cristianismo y la de Kant. La moral estoica recurre accidentalmente a la virtud cuando se da cuenta que la felicidad solo se obtiene por medio de ella. Luego, de hecho, si enseñaron la virtud fue porque cambiaron el fin por el medio.

La razón se muestra práctica, dice el de Danzig, «donde los actos son dirigidos por la razón, o los motivos son nociones abstractas, donde ni las representaciones intuitivas aisladas, ni la impresión del momento que guía al animal son motivos determinantes» (Sch., 2007, p. 98). En este sentido, el objetivo y a la vez origen de la ética estoica consistió en preguntar si era posible, por medio de la razón, librarse «si no por completo, al menos en parte, de todos los dolores y tormentos que llenan su existencia» (Sch., 2007, p. 98). Los estoicos se justificarían así:

[Se considera] incompatible con el privilegio de la razón que el ser racional, que dispone de infinidad de cosas y de circunstancias para su socorro, pudiera ser condenado por lo presente y por los sucesos… presa de los dolores tan violentos, de tantas angustias y pesares, producto de la impetuosidad de sus deseos y de sus repugnancias (Sch., 2007, p. 99)

Por su parte, Schopenhauer expuso algunas de las máximas racionales estoicas sobre el cómo, usando la razón, se podría evitar la pesadumbre de la vida. Entre ellas destacan: La vida está tan llena de tormentos y molestias que se necesita o bien elevarse por encima de ellas en virtud de un razonamiento más recto, o bien abandonarla (el suicidio, el cual Schopenhauer declara absurdo); la privación y el sufrimiento no vienen directamente de no tener, sino del querer cuando no se tiene (codicia); la esperanza y la pretensión son las que producen y conservan el deseo; lo que agita y atormenta al individuo no son los innumerables males universales e inevitables, ni los bienes que puede adquirir, sino la insignificante cantidad de bienes que puede alcanzar y de males que puede evitar; aquello que el individuo no puede adquirir o evitar, no en absoluto, sino de manera relativa, le deja tranquilo, en cambio, lo que forzosamente le ha de ser inaccesible lo contempla con indiferencia, y todo deseo muere en seguida (Sch., 2007, p. 99).

Como conclusión, la felicidad estoica, según señala Schopenhauer, no está basada más que en el equilibrio de la relación entre lo que se pretende y lo que se obtiene. En este sentido, el equilibrio puede restablecerse lo mismo disminuyendo las pretensiones que aumentando la cantidad de bienes obtenidos (Sch., 2007, p. 99). Por tanto, de esto se deriva que para el estoico la felicidad es una ilusión mental. Por lo que el sabio debe poder mandar sobre sus deseos y pretensiones con ayuda de la razón. Basándose en estos argumentos, Schopenhauer, a través del prisma estoico dice:

Por eso toda gran alegría es un error, una ilusión, pues ningún deseo satisfecho nos hace felices por mucho tiempo; y toda posesión, toda dicha no nos son presentadas por el azar más que por un espacio de tiempo y pueden sernos reclamadas a cualquier hora. El sufrimiento viene cuando esta ilusión de desvanece, luego alegría y pesar proceden ambos de un conocimiento insuficiente: el sabio no conoce ni uno ni otro; no hay ningún acontecimiento que pueda turbar su ataraxia (Sch., 2007, p. 100).

En este contexto la virtud nace cuando la razón conoce que la voluntad es la que proporciona interiormente la satisfacción o descontento. Este cambio de perspectiva hizo que los estoicos transportaran el concepto a la vida, no la vida al concepto (Sch., 2007, p. 102). En otras palabras, apunta Schopenhauer, los estoicos se dieron cuenta que «la felicidad no se puede adquirir más que con la virtud» (Sch., 2007, p. 98).

Sin embargo, el filósofo alemán afirma ponderadamente que es una «contradicción absoluta querer vivir sin sufrir» (Sch., 2007, p. 102), como afirmaban los estoicos. Su argumento es el siguiente:

Lo que confirma la contradicción que la ética estoica encierra en su principio original es que su ideal, el sabio estoico, tal como ella le describe, no ha estado nunca animado por un soplo vivificante, ni de verdad poética íntima; ha sido siempre un maniquí de articulaciones tiesas, del que no se puede hacer nada; que él mismo no sabe qué hacer de su sabiduría y cuya calma, satisfacción y dicha están en oposición directa con la naturaleza humana, hasta el punto de que no se puede formarse de él una representación clara. ¡Cuán pequeños parecen los sabios estoicos al lado de los vencedores del mundo, que se someten voluntariamente a una vida de expiación, tales como la sabiduría india los ha descrito y los ha producido, o bien al lado del Salvador, de esa figura sublime del cristianismo, llena de vida, de verdad poética y de alta significación, y que vemos, sin embargo, a pesar de su virtud perfecta y de su sublimidad, abrumada por los sufrimientos más inauditos! (Sch., 2007, p. 102-103).

¿Qué es este «soplo vivificante» del que habla Schopenhauer? ¿Por qué es diferente al «fuego artificioso» que concebía Zenón como providencia del mundo?
Para Schopenhauer, como se verá detenidamente más adelante, este «soplo vivificante» nace del conocimiento intuitivo de la esencia que mueve al mundo, que es el mundo y del que el individuo es mero fenómeno: la voluntad irracional. El individuo se vivifica cuando se da cuenta de la ceguera con que la voluntad le domina, haciéndole desear incesantemente, por tanto, sufrir. Porque tales deseos, dice Schopenhauer, «en cuanto son realizados no parecen ya lo que antes; olvidados bien pronto, se hacen añejos y se les deja a un lado, como ilusiones desvanecidas». Por ello, es feliz el individuo si le queda todavía algún anhelo, alguna aspiración que alimentar. Pues este es el juego de la voluntad, el «perpetuo paso del deseo a su cumplimiento y de este a nuevos deseos, paso que se llama felicidad cuando es rápido, y desgracia cuando se opera con lentitud». Sin embargo, cuando este juego se estanca, la vida se vuelve «fuente de un hastío formidable», de una «languidez mortal» (Sch., 2007, p. 74). Por esta razón, conociendo y negando la voluntad, el individuo asume su condición y aleja el sufrimiento innecesario, y hasta ese momento, alcanza su verdadera plenitud. En cambio, el «fuego artificioso» y racional de los estoicos, comunica su finalidad al individuo, y éste encarna sus designios por la virtud.
La diferencia fundamental está pues, en que para Schopenhauer «la voluntad sabe siempre, cuando el conocimiento la ilumina, lo que quiere en tal momento y en tal lugar, pero jamás sabe lo que quiere en general». En otras palabras, «todo acto concreto tiene un fin; el conjunto de la voluntad no lo tiene». O también, «cada fenómeno natural tiene una causa suficiente que determina su a parición en tal lugar y tal instante, pero la fuerza que en sí se manifiesta no la tiene» (Sch., 2007, p. 74). Independientemente, sea un conocimiento, una acción humana o un fenómeno natural, la voluntad general, para Schopenhauer, no tiene una finalidad. Y lo único que se puede saber de la voluntad es su representación, el «mundo real», su objetivación, su manifestación, su reflejo en el conocimiento del hombre (Sch., 2007, p. 74).

Filosofía cristiana


Los evangelios, fundamento primero del cristianismo, están escritos en griego. Heredan de tal modo los conceptos y los problemas lógico-lingüísticos de éste. Pero a la vez, poseen el espíritu de la superación cultural-religiosa hebrea, el cual reclama que el hombre es dueño del sábado y no el sábado dueño del hombre, en detrimento de la tradición veterotestamentaria judía. Si el cristianismo puro está pues, en los evangelios, el cristianismo en general, luego de su relectura occidental por siglos, está en una larga tradición en la que, en su aspecto filosófico, está marcada indefectiblemente por el pensamiento de Agustín de Hipona y de Tomás de Aquino.

En el Nuevo Testamento no se usa la palabra felicidad como eudaimonía, sino como, makariótes, en el mismo sentido que la palabra latina beatidudo (Marías, 1988, p. 103). Y como se dijo anteriormente, posee una significación parecida a venturus, «lo que ha de venir», ventura en castellano. Ventura está referida al futuro y ha sido la palabra que se ha usado en el pasaje evangélico conocido por tal nombre, las «bienaventuranzas», donde Jesús expone un breve tratado sobre la vida feliz. La referencia al futuro de las bienaventuranzas les da el sentido de promesa, propio de la teología hebrea, como por ejemplo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»; o promesas a veces ultramundanas como: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Aunque podría pensárseles también como promesas inmediatas según su alusión, la promesa última de la resurrección las marca a todas transversalmente, así como a todo el mensaje evangélico. Por lo que, aunque en su sentido más amplio, las bienaventuranzas no son un tratado de teología sino un mensaje de ánimo con sentido pedagógico sobre el cómo poder ser mejor ser humano, la esperanza de la resurrección salvaguarda la felicidad suprema que prometen, la cual no es posible totalmente en esta vida (Marías, 1988, pp. 105-113).


Agustín de Hipona


El mensaje de salvación evangélico se asemeja a la metafísica platónica en cuanto ambas afirman que la felicidad verdadera está fuera de este mundo. Esta semejanza fue vista por Agustín (354-430), que leyendo a los platónicos Porfirio y Plotino, encontró similitudes entre éstos y la Biblia (Antisieri & Reale, 1995a, p. 378). En el fondo, igual que para Platón, para Agustín la memoria encierra el misterio que ocupa toda la vida del hombre en este mundo. En De Trinitate Agustín dice que «el alma humana conserva oculto en el tesoro de la memoria lo que sabe ya por sí misma» (Elorduy, 1972b, p. 21). En este sentido, lo que eran las Ideas para Platón se convierten en el Dios de la fe para Agustín. De modo que la ontología y la experiencia afectiva-intelectual de Dios se confirman mutuamente (Parain, 1983, p. 19). En De diversis quaestionibus Agustín dice:

[Las ideas] están contenidas en la mente divina. Como no nacen ni mueren, se dice que todo lo que nace y muere está formado de ellas. El alma no las puede ver, excepto por su parte racional, parte de sí misma que le confiere su excelencia –el espíritu, la razón–, que viene a ser como su cara o su ojo interior e inteligible (Parain, 1982, p. 21).

El hombre, por esta razón, puede conocer a Dios desde lo que las criaturas poseen de ser, unidad, belleza y verdad, lo cual les vine de Dios. En otras palabras, cuando contempla a las criaturas, el hombre se eleva hacia el Creador (Parain, 1983, p. 23). Dicho conocimiento de Dios no está jamás ausente del alma, excepto en casos de gran perversidad, por lo que el alma le busca incansablemente, tal como fue la experiencia de Agustín. El conocimiento de Dios comienza con la búsqueda del bien y la «conversión» interior y exterior, viviendo de tal manera una nueva vida donde la persona, conociéndose mejor a sí misma, se acerca más a Dios que le habita. Esta atracción entre el alma y Dios es por el amor, que le impulsa hacia el «Soberano Bien». Es Dios quien mueve al espíritu a desearlo. Al respecto, en el libro V de sus Confesiones, Agustín dice que la verdadera dicha no está en el conocimiento de las criaturas, sino en cuanto por ellas se accede al conocimiento de Dios:

¿Por ventura, Señor Dios de la verdad, le basta a cualquier hombre saber estas cosas para agradaros? Antes bien, es infeliz el hombre que, sabiéndolas todas, no os conoce a vos, y sólo es verdaderamente dichoso aquel que tiene conocimiento de Vos, aunque ignore todas aquellas cosas. Pero el que os conoce a vos y también a ellas; el conocimiento de vos sólo es lo que le hace dichoso y bienaventurado (San Agustín, 2003, p. 136).

El hombre, sin embargo, según la exégesis bíblica del pecado original, está inclinado al mal y es capaz de desear bienes menores que Dios (Parain, 1983, pp. 19-20). «La carne tiene unos deseos opuestos a los del espíritu, y éste los tiene también opuestos a la carne, no pudiendo uno y otro hacer lo que entrambos quieren», dice Agustín (2003, p. 137). Estos bienes menores que el hombre desea, dificultan la carrera hacia Dios y a veces incluso la desvían. Pero no es porque Dios así lo desee. Dios no creó el mal, porque el mal no es, y Dios Es. El mal no es nada, es oposición al Ser, a Dios. El mal se originó cuando el hombre, con el libre arbitrio con que Dios le creó, pecó de «soberbia», que para Agustín es «un deseo desordenado de una perversa excelencia» (Antisieri & Reale, 1995, p. 397), el «querer ser como dioses».

De esta manera, para Agustín la libertad es algo propio de la voluntad y no de la razón como entendían los estoicos. La razón puede conocer el bien, pero la voluntad puede rechazarlo. El pecado original fue entonces, la primera desviación de la voluntad. Sin embargo, ante el castigo merecido, Agustín dice que Dios salva al hombre con su gracia, sin la cual no es capaz de redimirse de la culpa original. Entretanto, la gracia no tiene la capacidad de suprimir la voluntad, sino de «convertirla» en buena, por lo que siempre está la posibilidad de hacer el mal sin la gracia de Dios. De ahí la predestinación en Agustín, ya que algunos hombres se convierten, pero otros permanecen bajo la concupiscencia del pecado. La gracia pues, sustituye en el hombre la delectación del mal por el bien y rectifica el amor desviado (Parain, 1983, pp. 19-20).

En La ciudad de Dios Agustín expone cómo la historia se vuelve inteligible cuando se distinguen en ella dos «ciudades espirituales». La de los buenos que aman a Dios y la de los malos que se aman a sí mismos. No se puede decir, sin embargo, qué hombres pertenecen a la primera o a la segunda. Los primeros están predestinados a la salvación y los segundos a la condenación. Los salvos se encontrarán, después de resucitados, cara a cara con Dios, lo que se conoce como «visión beatífica». Dicha estancia beatífica no es realizable en este mundo (Parain, 1983, p. 25). De modo que para Agustín, la vida bienaventurada no es otra cosa, sino la alegría de la verdad en este mundo:

Esta es la vida bienaventurada: una alegría ordenada a Vos, dimanada de Vos, esa misma es, y no hay otra verdadera. Aquéllos que juzgan que hay otra distinta de ésta siguen otra muy diferente alegría, pero no esa misma que es la verdadera; y sólo alguna aparente semejanza de la verdadera alegría es la que siguen y de la cual no se aparta su voluntad (San Agustín, 2003, p. 136)

Schopenhauer dice que Agustín, en Ciudad de Dios, pese a todos los esfuerzos y sofismas, no pudo dejar de decir que la culpa del mundo y su tormento recaen siempre en Dios que lo ha hecho todo en todo y que además sabía cómo irían las cosas. Para el alemán, Agustín se percató de la contradicción entre la bondad de Dios y la miseria del mundo, como también, de la contradicción entre la libertad de la voluntad y la presciencia divina (Sch., 2007, p. 405).

El de Danzig releyó ciertos dogmas cristianos calificándolos como una auténtica filosofía. A pesar de ser éstos ajenos a ella, él pudo demostrar, que a partir de su lenguaje simbólico, estas enseñanzas con orígenes en profundas intuiciones religiosas estaban en consonancia con su propia filosofía de la voluntad (Sch., 2007, p. 406).

Para Schopenhauer la doctrina del pecado original elaborada por Agustín representa la Idea platónica de la vida humana. La vida es una tragedia. En el mito bíblico se expresa el conflicto de la vida consigo misma. Adán y Eva es el individuo que lucha contra sí mismo, y de tal lucha solo es posible liberarse o «salvarse» a través del sufrimiento y la muerte. La culpa es la existencia misma, porque, como dice Calderón –y lo repite Schopenhauer–, «el delito mayor del hombre es haber nacido» (Sch., 2007, p. 259). Por ello, la procreación humana es un acto malo, porque trae a otra persona a padecer su existencia. El engaño es tramado por la voluptuosidad de la vida en el instinto sexual. Por esta razón, Schopenhauer dice que la culpa original fue verdaderamente el haberse dejado seducir por la satisfacción sexual, empujando al hombre a procrear una nueva criatura. De ahí surge la vergüenza que sintió Adán y Eva. Ambos se dieron cuenta que estaban desnudos. De tal modo, que todos los individuos son merecedores del sufrimiento y la muerte. Cada individuo es idéntico a Adán, representante de la afirmación de la vida, del pecado y la condenación. Pero luego, surge Cristo el Salvador, de la misma raza humana. Hombre que nace de un seno virginal, sin mancha de pecado, y padece por todo el género humano. Cristo es la antítesis de Adán. Si por uno entró el pecado, por uno nos viene la redención, dice San Pablo. De tal forma que el hombre también posee la Idea de la negación de la voluntad de vivir, propia de Cristo. El hombre es a la vez Adán y Cristo para Schopenhauer (Sch., 2007, p. 331). Esta doctrina del pecado original es para el filósofo alemán la gran verdad que constituye el núcleo del cristianismo. Todo lo demás es, en su mayoría, más que ropaje y envoltura, o bien adorno. Al respecto, dice que el cristianismo ha olvidado su significado verdadero y ha degenerado en un vulgar optimismo (Sch., 2007, p. 404).

El de Danzig, al igual que lo hizo Lutero, también bendijo la doctrina que dice que la voluntad no es libre de Agustín. Así como para el obispo la voluntad está inclinada hacia el mal, para Schopenhauer la voluntad es egoísta y busca saciarse en todo momento. Si para Agustín el hombre sin ayuda de la gracia no puede hacer obras buenas, sino sólo pecaminosas y deficientes, para Schopenhauer, mientras el individuo no niegue la voluntad de vivir, las obras serán solo la satisfacción de un deseo más de la voluntad. Solamente negando la voluntad de vivir el hombre alcanza la libertad que le capacita –como una gracia venida de fuera– para vivir y obrar verdaderamente (Sch., 2007, pp. 404-405).

Tomás de Aquino


Con la doctrina sobre la natural inclinación al mal del ser humano y la predestinación, que a Schopenhauer le merecieron acreedoras de una verdad indiscutible, Agustín reservó a la gracia de Dios la felicidad verdadera. Tomás de Aquino (1221-1274), ocho siglos después, intentó responder a estos problemas que acusaban indirectamente a Dios por iniquidad.

Para Tomás de Aquino, como lo es para Aristóteles, cuando la razón sondea la naturaleza es capaz de conocer a la «Casusa Incausada» o al «Primer Principio». De esta manera, el Dios de la revelación, de la fe, es cognoscible por medio de ella, y principalmente, en la naturaleza propia del hombre. E igual que para el estagirita, para Tomás de Aquino la felicidad es el deseo que le empuja a dicho conocimiento:

Conocer de un modo general y no sin confusión que Dios existe, está impreso en nuestra naturaleza en el sentido de que Dios es la felicidad del hombre; puesto que el hombre por naturaleza quiere ser feliz, por naturaleza conoce lo que por naturaleza desea (Aquino, 2001, p. 109) [I, C.2 a.2].

Sin embargo, para Tomás, Aristóteles se ocupó de esa felicidad imperfecta y temporal que el hombre pude alcanzar en esta vida por su propio esfuerzo (Copleston, 2000, p. 226) y no de la verdadera felicidad que, igual que para Agustín, consiste en la «visión beatífica». Para el doctor angélico esta «bienaventuranza» es la perfección última de la naturaleza racional o intelectual propia del hombre y de los ángeles. De ahí viene que se la desee naturalmente, porque todo ser desea naturalmente su última perfección. Cuando se le alcanza con las solas fuerzas naturales, de algún modo, puede llamarse bienaventuranza o felicidad. De la misma manera que lo dice Aristóteles, que el acto más perfecto de la naturaleza humana, la suprema felicidad, es contemplar en esta vida el inteligible, a Dios. Pero, por encima de esta felicidad, dice Tomás, hay otra que esperamos para más adelante por la que veremos a Dios tal cual es, como lo dice la Revelación. Ésta, sin embargo, supera la capacidad de cualquier entendimiento creado (Aquino, 2001, p. 570) [I, C.62 a.1]. Este problema que supone una contradicción entre la fe y la razón, Tomás de Aquino lo resuelve de la siguiente manera:

Pues, como quiera que la suprema felicidad del hombre consiste en la más sublime de sus operaciones, que es la intelectual, si el entendimiento creado no puede ver nunca la esencia divina, o nunca conseguirá la felicidad, o ésta se encuentra en algo que no es Dios. Esto es contrario a la fe. Pues la felicidad última de la criatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que algo es tanto más perfecto cuanto más unido está a su principio. Además, es contrario a la razón. Porque cuando el hombre ve un efecto, experimenta el deseo natural de ver la causa. Es precisamente de ahí de donde brota la admiración humana. Así, pues, si el entendimiento de la criatura racional no llegase a alcanzar la causa primera de las cosas, su deseo natural quedaría defraudado. Por tanto, hay que admitir absolutamente que los bienaventurados ven la esencia de Dios (Aquino, 2001, p. 166) [I, C.12 a.].

Al problema agustiniano de la libertad Tomás responde que la voluntad y el entendimiento se implican mutuamente en su actividad. El entendimiento conoce que la voluntad quiere, y la voluntad quiere que el entendimiento conozca. Y, por lo mismo, el bien está contenido en lo verdadero en cuanto que es conocido, y lo verdadero está contenido en el bien, en cuanto que es deseado (Aquino, 2001, p. 551) [I, C.82 a.5]. De esta forma, Tomás afirma el libre albedrío. De no ser así, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos. Por lo que el hombre debe juzgar sobre lo que debe evitar o buscar ante un caso concreto mediante un análisis racional, no desde el instinto natural. Si toma decisiones mediante el instinto natural, la razón puede tomar direcciones contrarias, sin estar determinada a una sola, por lo que es necesario que el hombre tenga libre albedrío (Aquino, 2001, p. 754) [C.83 a.1].

En este sentido, la predestinación no significa que haya iniquidad por parte de Dios, pues inicuo –dice el doctor angélico– parece ser tratar de forma distinta a quienes son iguales. Para Tomás los hombres son iguales tanto por naturaleza como por el pecado original. Su desigualdad radica en el mérito o demérito de sus propios actos, no de una determinación divina. Dios no trata de forma distinta a los hombres, predestinando a unos y condenando a otros, a no ser por el conocimiento previo de su diversidad de méritos (Aquino, 2001, p. 279) [C.23 a.5]. En este caso, para Tomás, la predestinación sí es real, pero en sentido diferente a como lo entiende Agustín. La predestinación no impone necesidad, como si su efecto proviniera por necesidad, ya que no todo lo que está sometido a la providencia es necesario. De tal modo, no se anula la libertad de arbitrio, de la que precisamente proviene contingentemente el efecto de la predestinación (Aquino, 2001, p. 282) [I, C.23 a.7]. En otras palabras, Dios, por su «visión amplísima» del tiempo, conoce quienes se van a salvar, pero no porque él lo haya impuesto necesariamente, sino porque conoce qué hace cada quien con su libre arbitrio.

Por último, Tomás de Aquino dice que el pecado original es un pecado de naturaleza; por esta razón pasa de padres a hijos (Aquino, 2001, p. 864) [I, C.100 a.2]. Este pecado ha alejado al hombre de la felicidad eterna, que consiste en la visión de Dios. El hombre se ha privado de la gracia por la corrupción del pecado original. Sólo es por la gracia de Dios, disponible para el que la busca, que algunos pocos se salvarán, ya que la mayoría se deja llevar por su inclinación natural al pecado (Aquino, 2001, p. 284) [I, C.23 a.8].

Para terminar, en Tomás de Aquino la razón y la fe son totalmente compatibles, pero la fe tiene la última palabra. De tal modo que, para Tomás, «cuando una proposición filosófica obtenida mediante razonamiento contradice una aserción de fe, se puede concluir sin ninguna duda que el error reside en la filosofía (Reale & Antisieri, 1995a, p. 495). En la modernidad el asunto cambiará radicalmente. Schopenhauer dice que «no hay más revelación que los pensamientos de los sabios», por lo que, aunque aprecia a sobremanera las religiones, dice que:

La filosofía, en cuanto ciencia, no tiene nada que ver con lo que se debe o se puede creer, sino únicamente con lo que se puede saber… Ambas son cosas radicalmente distintas que por su respectivo bien han de permanecer estrictamente separadas, de forma que cada una siga su camino sin tener noticia de la otra (Sch., 2009, p. 373).

La felicidad en la Modernidad

El pensamiento renacentista y el humanístico trajeron aires nuevos a una filosofía medieval que se quedó atrapada en disputas elocuentes y sin un contenido aplicable a la cotidianidad de la vida. Erasmo de Rotterdam (1466-1536) es una de las figuras claves de la época. Erasmo se opone a la filosofía escolástica-aristotélica argumentando que la filosofía es conocerse a sí mismo, a la manera de Sócrates y los antiguos. En el plano religioso, sus ideas tuvieron una importancia enorme, ya que sus meditaciones sobre la sabiduría, la práctica de la vida cristiana y sus críticas al poder eclesiástico fueron una de las bases de la Reforma. En el Elogio a la Locura, el holandés exalta la locura como condición humana, la cual es «como una mágica escoba que barre todo lo que se opone a la comprensión de las verdades más profundas y más serias de la vida» (Reale & Antisieri, 1995b, pp. 95-98). De tal modo, la locura de Erasmo barre con todo aquello que haga malentender la felicidad. 
En un pasaje del mencionado libro, Erasmo dice que para tener la felicidad basta con creer que se tiene. Pues se equivoca el hombre que cree que la felicidad radica en las cosas mismas. La felicidad depende, por el contrario, de la opinión que el hombre se forme de ella. Pues el espíritu humano aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero. Erasmo pone el ejemplo de los que asisten a la iglesia; el hecho que a la hora del sermón, si se está hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan, etc. En cambio, si el predicador comienza a narrar una historieta, todos se despabilan y prestan atención. ¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! –expresa–. De tal modo que, para Erasmo, así como las opiniones se adoptan fácilmente, de igual modo se adopta la felicidad. Pone luego varios ejemplos, como el del hombre que puede que tenga como esposa una mujer feísima, pero si en opinión de éste ella puede rivalizar con la misma Venus, «¿qué le impide ser feliz?». Refiriéndose al mito platónico dice:
No vayáis a suponer que los que en la caverna de Platón se deleitaban con las diferentes sombras e imágenes de las cosas deseaban absolutamente nada más, ni que tales espectros le producían menor satisfacción que la que aquel sabio que salió de la cueva le produjo la contemplación de las cosas mismas (Rotterdam, 2009, p. 105).
Para Erasmo, por lo tanto, la felicidad no discrimina entre los individuos ordinarios y sabios, aunque favorece a los primeros, porque su felicidad les cuesta muy poco, solamente les basta creer que se tiene, y además, porque la comparten con la mayoría de las personas (Rotterdam, 2009, p. 105).
Es pues, a partir del Humanismo, cuando la noción de felicidad comienza a ligarse estrechamente con la del placer. Y tal relación se acentúa en el mundo moderno (Abbagnano, 1974, pp. 527-530). Para éstos, la felicidad no es presentada nunca como un bien en sí mismo, como se presentaba anteriormente. Para los modernos, si se pretende concebir la felicidad, hay que conocer el bien o los bienes que la producen (Ferrater, 1984, p. 1141).

John Locke

Un caso ejemplar de la nueva concepción de felicidad es el inglés John Locke (1632-1704). Para el fundador del empirismo lo que empuja al hombre a actuar y lo que determina su voluntad y sus acciones es la búsqueda del «bienestar» y el sentido de incomodidad en el que el individuo se halla continuamente. El bienestar es felicidad y la incomodidad infelicidad. De esta forma, la libertad es solo apariencia, porque son el dolor y el placer los que determinan las acciones y no la razón. En el Ensayo sobre el entendimiento humano dice: 
¿Qué es lo que determina la voluntad con referencia a nuestras acciones? Si lo pensamos bien, me veo obligado a creer que no es –como por lo común se supone– el mayor bien que haya a la vista; sino una cierta incomodidad (y en la mayoría de los casos se trata de algo muy influyente) que aflige al hombre. Esto es lo que determina la voluntad en cada caso y nos mueve hacia las acciones que realizamos. A esta incomodidad la podemos llamar «deseo», que es una incomodidad del espíritu debido a la necesidad de un bien ausente. Cualquier dolor corporal, de cualquier clase que sea, y cualquier turbación del espíritu, es incomodidad: a ésta siempre va unido el deseo, que es igual al dolor o a la incomodidad experimentada, y que apenas se distingue de ellos. Puesto que el deseo no es más que la incomodidad por aquel bien ausente; y hasta que no se haya logrado este alivio, podemos llamarlo deseo, porque nadie experimenta un dolor del que no quiere verse aliviado, con un deseo igual a aquel dolor e inseparablemente de él (Reale & Antisieri, 1995b, p. 443).
De tal modo que la felicidad es para Locke, en su grado máximo, el más grande placer de que seamos capaces. Y la desgracia, el dolor mayor. En cambio, la felicidad en su grado mínimo, es el estado en que, libre el individuo de todo dolor, goza de un placer presente en tal grado que no puede satisfacerse con menos (Abbagnano, 1974, pp. 527-530).
La ética de Locke es utilitarista y eudemonista. El bien y el mal no son más que placer o dolor, o bien aquello que produce o procura placer o dolor. Ambos conceptos dejan de tener el significado metafísico que poseían y adquieren un significado civil. El bien y el mal son únicamente la conformidad o el desacuerdo de las acciones voluntarias con la ley civil que las mismas voluntades de los individuos acordaron con el poder legislador en una sociedad (Reale &Antisieri, 1995b, pp. 443-444). 

David Hume

Hume (1711-1776) fue la cima del empirismo inglés. En sintonía con Locke, para Hume el «sentimiento» es el fundamento de la moral. Se trata de un sentimiento particular de placer y dolor. La forma de distinguir el tipo de sentimiento es que lo bueno, la virtud, provoca un placer de tipo particular, y el vicio, lo malo, provoca un dolor de tipo particular. Si la razón logra establecer la cualidad de dicho placer y dolor, se expresaría de igual forma qué es el vicio y la virtud. En este sentido, la razón y la libertad adquieren un nuevo significado frente a la voluntad. En el Tratado de la naturaleza humana Hume dice:
Dado que la sola razón no puede nunca producir una acción o dar origen a la volición, deduzco que esta misma facultad es tan incapaz de impedir la volición como de disputarle la preferencia a una pasión o emoción. Esta consecuencia es inevitable. Es imposible que la razón pueda tener este último efecto de impedir la volición sino dando un impulso en dirección contraria a nuestra pasión; y si tal impulso hubiera actuado solo, debería haber sido capaz de producir la volición. Nada puede oponerse al impulso de una pasión, o retardarlo, sino un impulso contrario, y si este impulso contrario surgiera de la razón, esta facultad debería tener una influencia originaria sobre la voluntad, y ser capaz de causar o de evitar cualquier acto volitivo. Pero si la razón no tiene influencia originaria alguna, es imposible que pueda oponerse a un principio que sí posee esa eficacia, como también lo es que pueda suspender la mente siquiera por un momento. Por tanto, es manifiesto que el principio opuesto a nuestra pasión no puede ser lo mismo que la razón, y que sólo es denominado así en sentido impropio. No nos expresamos estrictamente ni de un modo filosófico cuando hablamos del combate entre la pasión y la razón. La razón es, y solo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el servirlas y obedecerlas (Hume, 1984, pp. 616-617).
Para Hume, por otro lado, lo útil provoca asentimiento, pero lo hace aún más si va más allá de lo particular, hacia lo público. De esta manera, el bien es mayor. Es a partir de Hume, cuando la idea de felicidad comienza a adquirir un significado social: «la felicidad resulta placer que se puede difundir, el placer del mayor número, y en esta forma la noción de felicidad se convierte en la base del movimiento reformador inglés del siglo XIX» (Abbagnano, 1974, pp. 527-530).
En esa misma línea expondrá John Stuart Mill, contemporáneo de Schopenhauer, sus ideas sobre la felicidad. Por su parte, Schopenhauer fue admirador de la vida y la filosofía inglesa, por lo que la influencia del empirismo es muy importante en su pensamiento, principalmente sobre la preeminencia de la voluntad sobre la razón.

Blaise Pascal

Pascal (1623-1662) es considerado un pensador atípico, diferente a sus connacionales racionalistas que competían con los empiristas ingleses sobre si es la razón o la experiencia la que predomina en acto de conocer. Pascal se interesó más bien por la existencia y la miseria humana. Para el francés es imposible ser feliz, porque hay dos factores que la dificultan: la imaginación y la conciencia del futuro (Marías, 1988, p. 119).
El carácter imaginativo y de anticipación del futuro excluye la posibilidad de la felicidad. Para Pascal, aunque el individuo alcanzara los placeres esperados, siempre seguiría imaginando y anticipando otros y otros (Marías, 1988, p. 119). El problema es que el hombre no internaliza el presente. En sus Pensamientos dice:
No nos atenemos jamás al momento presente. Nos anticipamos al porvenir como que viniera lentamente, para apresurar su curso; o nos tornamos al pasado para detenerlo, como demasiado ligero: tan imprudente que andamos errantes en los tiempos que no son nuestros, y no pensamos nada en el único que nos pertenece; y tan vanos, que pensamos en los que no son nada y escapamos sin reflexión del único que subsiste. Es que el presente, de ordinario, nos lastima. Lo ocultamos a nuestra vista, porque nos aflige; y si nos es agradable nos lamentamos de verlo escapar. Tratamos de sostenerlo en el porvenir, y pensamos en disponer las cosas que no están en nuestro poder para un tiempo al que nosotros no tenemos seguridad alguna de llegar. Examine cada uno sus pensamientos y los hallará ocupados todos en el pasado y en el porvenir. No pensamos casi nada en el presente; y si pensamos en él no es más que para que nos dé luz para disponer del porvenir. El presente no es jamás nuestro fin: el pasado y el presente son nuestros medios; solo el porvenir es nuestro fin (Pascal, 1963, p. 91).
Pascal tiene una visión pesimista de la vida. Su mérito está en que deja la consideración abstracta de un supremo bien y va al cuerpo del problema (Marías, 1988, p. 120). No es el dolor quien tienta al hombre y le atrae, sino, es él mismo el que voluntariamente lo escoge y quiere que le domine; diferente al placer, el cual es el hombre quien sucumbe ante él (Pascal, 1963, p. 126). Debido a su vocación religiosa, Pascal le da al dolor una explicación teológica, a partir de la concepción de la «naturaleza caída»:
Apetecemos la verdad y no hallamos en nosotros más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no encontramos más que miseria y muerte. Somos incapaces de no apetecer la verdad y la felicidad y somos incapaces de certidumbre ni de felicidad. Este deseo se nos ha dejado tanto para castigarnos como para hacernos sentir de dónde hemos caído (Pascal, 1963, p. 127).
La otra condición que hace infeliz al hombre es la imaginación. A diferencia de Erasmo, para Pascal, esta es enemiga de la razón, es muestra de error y de falsedad, por lo tanto, de dolor. Ella contrasta y domina a la razón, y para demostrarlo ha formado en el hombre una segunda naturaleza:
Ella tiene sus dichosos, sus sanos, sus enfermos, sus ricos, sus pobres; ella hace creer, dudar, negar, a la razón; ella suspende el uso de los sentidos, ella los hace sentir; ella tiene sus locos y sus cuerdos; y nada nos hace concebir más despecho que ver cómo llena a sus huéspedes de una satisfacción bien de otro modo [más] llena y completa que la razón (Pascal, 1963, p. 69).
Con esta condición de inconstancia e inquietud, lo único que consuela al hombre es la diversión. Empero, es la mayor de las miserias, porque impide que el hombre piense en él mismo, y hace que se acerque insensiblemente a la muerte (Pascal, 1963, pp. 110-111). En palabras de Schopenhauer, este espíritu obtuso, que va siempre acompañado de impresiones obtusas y de una falta de irritabilidad, es poco accesible a los dolores, lo que produce a la vez ese «vacío interior» que se manifiesta luego en una atención siempre despierta a los acontecimientos aún más insignificantes del mundo exterior a fin de llegar a poner en movimiento su espíritu y su corazón por cualquier medio (Sch., 1993, p. 59).   

Baruch Spinoza

Nunca antes nadie en la historia de la filosofía, aunque varios pensadores indirectamente lo hicieron notar, habían puesto al «deseo» como la esencia misma del hombre. Este pensador fue Spinoza (1632-1672). El hombre es para él una «unidad desiderativa», consiste en deseo, esa es su esencia. «Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, sin desear al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto» (Marías, 1988, p. 121).
Para Spinoza sólo existe una sustancia: Dios. Esta substancia es libre en el sentido exclusivo que existe y actúa por necesidad de su naturaleza. Es eterna porque su esencia implica necesariamente su existencia. Por tanto, Dios no crea por libre elección algo distinto de sí, sino que es la causa inmanente y por lo tanto inseparable de las cosas que proceden de él. Dios es necesidad absoluta, totalmente impersonal. De tal forma que todo en la vida es necesidad. Necesidad que aparece en Spinoza como la solución a todos los problemas (Reale & Antisieri, 1995b, pp. 359-360).
Al respecto, Schopenhauer dice que para Spinoza hubiese sido escandaloso decir, puesto que era creyente: «No es verdad que un dios haya hecho este mundo, sino que éste existe por sí mismo». Por lo que hace una inversión en la apariencia de su doctrina, dándoles un aspecto positivo, cuando en el fondo es enteramente negativa. Su doctrina, según el alemán, termina en esto: «El mundo es porque es; y es como es, porque es así» (Sch., 2009a, p. 103). De tal forma que, si Spinoza hubiera investigado el origen del concepto de sustancia, al final hubiera descubierto que es única y exclusivamente materia. Por eso Schopenhauer dice que «Spinoza es un materialista inconsciente» (Sch., 2009, p. 104). Dice Spinoza en su Ética:
No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, y así hasta el infinito. Demostración: El alma es un cierto y determinado modo del pensar… de esta suerte… no puede ser causa libre de sus acciones, o sea, no puede tener una facultad absoluta de querer y no querer, sino que… debe ser determinada a querer esto o aquello por una causa, la cual también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, etc.… De la misma manera se demuestra que no hay en el alma ninguna facultad absoluta de entender, desear, amar, etc. De donde se sigue que estas facultades, u otras semejantes, o son completamente ficticias, o no son más que entes metafísicos, o sea, universales, que solemos formar a partir de los particulares (Spinoza, 1980, pp. 155-156).
Para Spinoza la voluntad es solamente la facultad por la que el alma afirma o niega lo verdadero o lo falso; no el deseo por el que el alma apetece o aborrece las cosas (Spinoza, 1980, p. 156). De ahí se deriva que la esencia del hombre sea el «deseo»; llamado «apetito» cuando el hombre no es consciente de él. Al respecto, queda claro, dice Spinoza, «que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos» (Spinoza, 1980, p. 179).
Esta doctrina confiere al ánimo, según el holandés, un completo sosiego. Además, por su parte, justifica que la más alta felicidad o beatitud consiste en una perfecta unidad entre la virtud y el servicio a Dios. La felicidad consiste entonces:
…en el solo conocimiento de Dios, por el cual somos inducidos a hacer tan solo aquello que el amor y el sentido del deber aconsejan. Por ello entendemos claramente cuánto se alejan de una verdadera estimación de la virtud aquellos que esperan de Dios una gran recompensa en pago a su virtud y sus buenas acciones, como si se tratase de recompensar una estrecha servidumbre, siendo así que la virtud y el servicio de Dios son ellos mismos la felicidad y la suprema libertad (Spinoza, 1980, pp. 163-164).

Inmanuel Kant

A diferencia de los tonos pesimistas de algunas de las filosofías que se han tratado –de los que la mayoría trata de salvaguardarse suponiendo alguna nueva idea salvadora– la filosofía de la Ilustración es optimista. Esta diferencia se debe al esfuerzo por el progreso de la burguesía en ascenso del siglo XVIII (Reale & Antisieri, 1995b, p. 564). Fue una filosofía contraria a todos los sistemas metafísicos, a las supersticiones y a las religiones positivas. Los ilustrados querían formar una sociedad fundada en la razón y el derecho natural. Como dice Kant (1724-1804), máximo exponente del movimiento: la Ilustración es «la liberación del hombre de su culpable incapacidad… [De] la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro». Por lo que su lema es: «¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!» (Kant, 1981, p. 25).    
Schopenhauer, que fue un gran intérprete, crítico, y por una parte, continuador de la filosofía de Kant, dijo en sus Manuscritos que «la mejor manera de designar lo que le falta a Kant [en detrimento de la razón ilustrada] sea tal vez decir que no conoció la contemplación» (Safranski, 2011, p. 155) El de Danzig expone en sus Parerga y paralipómena algo sobre el recorrido teórico y excesivamente racional del filósofo de la Crítica de la razón pura. Schopenhauer dice que Locke fue el precursor de Kant, debido a que éste estudió el origen de los conceptos, dándose cuenta que éstos, aun los más generales, nacen de la experiencia. Kant rectificó esta afirmación diciendo que hay conceptos que no proceden de la experiencia, sino que están tomados de la intuición pura, es decir, que son aprioris: el espacio, el tiempo y la ley de la causalidad. Estas formas a priori del pensamiento constituyen además las formas peculiares del entendimiento humano. A efectos de la experiencia, los datos sensibles obtenidos por los sentidos se rigen por estas formas constituyendo un mismo proceso cognoscitivo en el sujeto. De tal modo que los sentidos originan la experiencia a partir de la excitación sensorial por parte de la materia. Los sentidos permanecen vacíos esperando de la materia todo el contenido. De ahí se sigue que los sentidos no puedan ofrecer una guía para conducir al hombre más allá de la posibilidad de la experiencia. Por lo tanto, la metafísica para Kant es imposible. De este modo, todo es «fenómeno», algo que no existe inmediatamente para el sujeto, sino hasta después de conocerlo mediante la experiencia. Sin embargo, el fenómeno remite a alguna «cosa en sí misma» que es absolutamente incognoscible, «el noúmeno» (Sch., 2009a, pp. 113-114), del cual Kant no brinda descripción alguna y del que Schopenhauer sacará provecho en su filosofía.
Por lo tanto, según Schopenhauer, lo metafísico en Kant es únicamente todo lo que es cierto a priori en referencia a la experiencia, incluyendo la ética. En cambio, lo formal a priori por sí solo es su «Idealismo trascendental» (Sch., 2009a, p. 115). Por lo que los temas metafísicos de la inmortalidad del alma, la existencia de Dios y la libertad quedan para Kant bajo la razón práctica. Esto significó, según Schopenhauer, fundar una fe sin saber. El Dios justo que recompensa tras la muerte se convierte en Kant en una alegoría de la verdad, en «un esquema regulativo útil y suficiente a efectos de interpretar la seria significación ética que sentimos en nuestro obrar, como también de dirigirlo... lo que significativamente importa [a Kant] es el lugar que puede ocupar la verdad y no su justificación teórica» (Sch., 2009a, p. 141). Sin embargo, la utilidad que tiene Dios para Kant no es una demostración de su existencia. Dios solamente posee para él una importancia mediática en terreno de la ética, así como la tiene la libertad y la inmortalidad del alma (Sch., 2009a, p. 151).
Tanto Dios, la libertad y la inmortalidad del alma se convierten para Kant en la justificación práctica de la moral del «deber», y al mismo tiempo, de la imposibilidad de la felicidad en este mundo. En la Crítica a la razón práctica Kant dice que la razón es suficiente por sí sola para mover la voluntad. La razón emite principios morales válidos para todos los hombres sin excepción. A éstos Kant les llama «imperativos categóricos», porque son principios prácticos objetivos y válidos para todos. De tal modo que se convierten en mandatos y deberes que expresan la necesidad objetiva de la acción. Esto significa que, si la razón determinara por completo a la voluntad, la acción sucedería inevitablemente de acuerdo a la regla. Sin embargo, no ocurre siempre así, porque las leyes morales están sujetas también a la voluntad, la cual se inclina a las cosas sensibles, no racionales.
Para Kant, lo que han hecho los sistemas éticos es dar contenido a las leyes morales, lo que las ha convertido en utilitaristas o hedonistas. En cambio, el «imperativo categórico» es únicamente formal. Por ejemplo, el más adecuado es: «Actúa de modo que la máxima de tu voluntad tenga siempre validez, al mismo tiempo, como principio de legislación universal». De este modo, la libertad que quedó entre dicha en el mundo fenoménico tiene acá su lugar. Para Kant el individuo adquiere conciencia de la libertad precisamente porque antes que nada tiene conciencia del deber. De tal manera la libertad es independiente de la voluntad y de la ley natural de los fenómenos que la mueven.
La virtud, en este sentido, es el ejercicio y la actualización del deber. Y por su naturaleza, a la virtud le corresponde la felicidad. La combinación de ambas constituye el bien supremo. De otra forma, si la búsqueda de la felicidad no engendra la virtud, el individuo está incurriendo un eudemonismo. Empero, la consecución de la virtud por sí misma no siempre engendra la felicidad, ya que este mundo está regido por las leyes naturales, no por las morales (Reale & Antisieri, 1995b, pp. 761-772). En este caso, Kant se encuentra con una encrucijada:
Por consiguiente, o el deseo del bienestar será el móvil de las máximas de la virtud, o éstas serán la causa eficiente del bienestar. Lo primero es absolutamente imposible, porque… las máximas que colocan el principio determinante de la voluntad en el deseo del bienestar personal no son en modo alguno morales, y no pueden fundar ninguna virtud. Pero lo segundo es imposible también, porque el enlace práctico de las causas y de los efectos en el mundo, como consecuencia de la determinación de la voluntad, no se regula sobre las intenciones morales de ésta, sino sobre las leyes de la naturaleza, cuyo conocimiento tenemos, así como el poder físico de aplicarlas a nuestros propósitos, y, por consiguiente, no puede esperarse en el mundo, de la más exacta observancia de las leyes morales, un enlace necesario tal como lo exige el soberano bien entre la virtud y el bienestar. Ahora bien, como la realización del soberano bien, cuyo concepto implica este enlace, es un objeto de nuestra voluntad necesario a priori, y está inseparablemente unido a la ley moral, la imposibilidad de esta realización debe entrañar también la imposibilidad de esta ley. Si el soberano bien es imposible, según las leyes prácticas, la ley moral que nos ordena tender a él debe ser algo falso y fantástico, puesto que nos propone así un fin vano e imaginario (Kant, 2008, p. 159).   
Kant responde a lo que él considera la «antinomia de la razón práctica» diciendo que cuando la persona busca la virtud, se hace merecedora de felicidad. Por lo que resulta absurdo ser digno de felicidad y no serlo. Por lo tanto, debe haber un mundo inteligible y un Dios que dé los méritos a quien lo merece. De esta forma la virtud conserva su racionalidad (Reale & Antisieri, 1995b, p. 772). Kant pues, tiene el mérito de enunciar de modo riguroso la noción de felicidad, y el de demostrar que tal noción, al menos en su forma ideal, de satisfacción absoluta y total, es imposible al menos en el mundo (Abbagnano, 1974, pp.529-530). En la Crítica del Juicio afirma que:
No es posible que se satisfagan todas las tendencias, inclinaciones, voliciones del hombre, porque por un lado la naturaleza no se preocupa de salir al encuentro del hombre en vista de tal satisfacción total y, por otro lado, porque las mismas necesidades e inclinaciones no se detienen nunca en la quietud de la satisfacción (Abbagnano, 1974, pp. 529-530).
Referente a su «imperativo categórico», Schopenhauer dice que Kant incita a la pedantería moral, porque establece que el valor ético de una acción debe proceder de puras máximas de la razón abstracta, sin inclinaciones ni movimientos espontáneos de la voluntad (Sch., 2007, p. 72). En su correspondencia Kant llega a decir, por ejemplo:
…hay almas que son por naturaleza tan generosas, que encuentran un placer interior en expandir felicidad a su alrededor y pueden regocijarse en la satisfacción de los demás cuando es fruto de las propias obras. Pero yo afirmo que tal clase de acciones […] por muy respetables que sean, no tienen un verdadero valor moral (Safranski, 2011, p. 159).
Se sostiene que después de Kant los filósofos han dejado la noción de felicidad y no la han utilizado más en el análisis de lo que la existencia humana es y debe ser, a excepción de la corriente empirista-utilitarista con sentido social que se comenzó a desarrollar con Hume (Abbagnano, 1974, p. 530). No obstante, Schopenhauer dará el toque de la «contemplación» que según él le faltó a la filosofía Kant, y los resultados serán completamente nuevos.

J.G. Fichte

Fichte (1762-1814) es uno de los fundadores del Idealismo alemán. Alcanzó el éxito con la obra Ensayo de una crítica de toda Revelación en donde aplica los principios del criticismo kantiano a la religión. La obra fue elogiada por Kant y por Goethe. Sus conclusiones fueron, sin embargo, bastante controversiales, ya que concluyó que no es la Revelación la que fundamenta la moral, sino que es la moral la que fundamenta la Revelación (Safranski, 2011, p. 170). En 1811 Schopenhauer se matriculó en la cátedra de Fichte en la Universidad de Berlín, pero quedó totalmente decepcionado de su filosofía.
En algunas cartas de su correspondencia Fichte deja entrever su entusiasmo por el conocimiento que encontró en la filosofía de Kant: «Estoy absolutamente convencido de que nuestra voluntad es libre […] y de que el fin de nuestra vida no es ser felices, sino merecer felicidad» (Reale & Antisieri, 1995c, pp. 67-68). Por otro lado dice:
Estoy viviendo los días más felices de mi vida que yo recuerdo haber vivido […]. Me he sumergido en la filosofía, es decir, en la filosofía de Kant. Allí he encontrado la medicina que cura de raíz mis desasosiegos, y además una alegría inabarcable […]. La conmoción que esta filosofía ha obrado en mí es enorme. De un modo especial le debo el hecho que ahora creo firmemente en la libertad del hombre y veo con claridad que el deber, la virtud y la moral en general, sólo son posibles en el caso de que la supongamos (Reale & Antisieri, 1995c, p. 68).
Fichte –que aprendió de Kant el idealismo trascendental– creyó haber encontrado en el «yo» la respuesta fundamental a la pregunta qué es el hombre. Si el yo pienso acompaña a todas las representaciones mentales, esto quiere decir que el yo es todopoderoso, y el mundo es el producto de las «acciones» del yo (Safranski, 2011p. 171). En este sentido, la historia no es mero acontecer, sino también, realización. Detrás de todo hay un sujeto racional que provee al mundo la moralidad cuando ésta se considera en su propio «yo» (Safranski, 2011, p. 171).
Schopenhauer dice que Fichte, al considerar que lo importante en el «idealismo trascendental» es el sujeto, se aleja del pensamiento revolucionario que implicó el kantismo. Fichte repite el mismo error de los materialistas pero en sentido contrario. La «cosa en sí», en lugar de colocarla en el objeto de conocimiento, la ubica en el sujeto del conocer. Así que, como si Kant no hubiera existido, el principio de razón es para Fichte lo que era en todos los escolásticos, una aeterna veritas. Por otro lado, para Schopenhauer la filosofía fichteana tiene el mérito de servir como oposición al materialismo antiguo. Aunque le refuta el no haberse dado cuenta que con el sujeto había puesto ya el objeto, puesto que ningún sujeto es pensable sin él (Sch., 2007, pp. 43-44). Entretanto, este pensamiento del «yo» deriva en una nueva noción de felicidad, pues si el «yo» es lo que hace el mundo, el «yo» puede perfectamente hacer la felicidad, o más bien, ser la felicidad. 
En su libro Advertencia para la vida feliz Fichte dice que hay algo superfluo en la expresión «vida feliz», «pues la vida es necesariamente feliz, pues es la felicidad». La idea de una vida infeliz, en cambio, encierra una contradicción, pues infeliz solo la muerte. La vida, entonces, por ser vida, es ya felicidad. Y para Fichte no puede ser de otro modo, pues «la vida es amor, y toda la forma y fuerza de la vida consiste en el amor y brota del amor». Fichte se refiere al amor de Dios en primer lugar, pues es el que garantiza la felicidad. «El amor es además contento consigo mismo, alegría de sí mismo, gozo de sí mismo, y así felicidad; y así es claro que la vida, amor y felicidad son en absoluto una y la misma cosa». De tal manera que «la vida verdadera vive así en Dios, y ama a Dios; la vida sólo aparente vive en el mundo, e intenta amar el mundo» (Marías, 1988, pp. 126-127).
Ya se ha dicho que después de Kant los filósofos se han desinteresado de la noción de felicidad. No fue el caso de Fichte y tampoco será el de Schopenhauer. Sin embargo, se ha afirmado que esta tendencia no se debe sólo a Kant, sino también al romanticismo (finales del siglo XVII e inicios del XIX), el cual exaltó «la infelicidad, el dolor, los estados de perturbación y de insatisfacción como experiencias positivas e intrínsecamente gozosas» (Abbagnano, 1974, pp. 529-530). Además, fue en este tiempo que se introdujeron a Europa los textos orientales del budismo y el brahmanismo que tanto gustaron a Schopenhauer, y que no son precisamente optimistas. 
El período entre Fichte y Schopenhauer es el tiempo en que el romanticismo ya veterano y el nuevo idealismo establecen una lucha similar a la lucha entre la naturaleza y la moralidad. Para el romanticismo el individuo se convierte en «pobre personalidad» ante el embate de las fuerzas supraindividuales de la naturaleza. De esta forma, el espíritu romántico se complace en experi­mentar la sensación de pérdida absoluta de sí mismo en la naturaleza, la cual Schopenhauer criticó, pues, aunque el individuo es naturaleza, la naturaleza no se compadece nunca (Safranski, 2011, p. 304). Sin embargo, el romanticismo y su «metafísica sin cielo» y el idealismo kantiano influirán en el nuevo pensamiento del filósofo de Danzig (Safranski, 2011, p. 91).

 

CAPÍTULO II

LA FELICIDAD EN EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN DE A. SCHOPENHAUER


El tema de la felicidad como tal no es tratado por Schopenhauer sino hasta en los Aforismos sobre la sabiduría de la vida de sus Parerga y paralipómena. Sin embargo, en su sentido negativo el tema llena su obra entera y es su punto medular. Cuando Schopenhauer escribe sobre el dolor, la miseria, la no libertad y la muerte, habla al mismo tiempo de la no felicidad, pues la felicidad tiene para él un sentido negativo: es la negación del dolor, que es lo positivo en el universo. Aunque es quizás por ello justo merecedor del epíteto de filósofo del pesimismo, no se duda que es de igual forma el «filósofo de la felicidad». Y por lo demás, Schopenhauer demostrará que ser «pesimista» no significa no ser feliz.
A la edad de treinta y un años publicó Schopenhauer El mundo como voluntad y representación (1819), obra en la que expone todo su pensamiento filosófico [El texto que se cita en el presente trabajo es una nueva edición (2007) de la traducción de La España moderna de 1902 hecha por Edmundo Gonzales Blanco y Antonio Zozaya]. Luego el filósofo le hizo añadidos que se concentraron en un tomo más para la segunda edición (1844), pero sólo añadió, no hizo cambios sustanciales en el contenido. Antes había escrito su tesis doctoral: La cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813) y Sobre la visión y los colores (1816), libro que realiza a partir de las discusiones del tema con Goethe. Más tarde, después de su obra maestra, escribe solamente nuevas aportaciones a los temas que ya ha tratado: Sobre la voluntad en la naturaleza (1936), Los dos problemas fundamentales de la ética (1841) y los Parerga y paralipómena (1851), que como su mismo nombre índica, son «añadidos» y «complementos» de orden menos sistemático a su obra principal. Por lo tanto, podría decirse que la obra entera de Schopenhauer merece el nombre de El mundo como voluntad y representación, porque todos los demás libros Schopenhauer los concibió para enriquecer a éste último. De ahí el título de este trabajo: La felicidad en un mundo como voluntad y representación.
El mundo como voluntad y representación, por su contenido y estilo, es totalmente original, lo que ha significado que no haya consenso sobre dónde ubicar su pensamiento en la línea histórica de la filosofía. Schopenhauer divide la obra en cuatro partes o libros: en una parte expone su epistemología, en otra su metafísica, en otra su estética y en la última su ética. El hilo conductor, como se ha hecho implícito en el capítulo anterior, es la «voluntad» y la «negación de la voluntad», lo que equivale a decir, el todo y la negación del todo. A continuación se expone cada una de las partes del libro intentando dejar hablar al mismo Schopenhauer. El objetivo es interpretar la filosofía de la felicidad del filósofo del pesimismo.

Epistemología

Thomas Mann dice que Schopenhauer es un «filósofo de lo irracional, racional en grado extremo» (Safranski, 2011, p. 12). Posee sin dudas una confianza notable en las facultades intelectivas con que está dotado el ser humano para comprenderse a sí mismo y entender al mundo. Pero al mismo tiempo predica un irracionalismo sin precedentes en la filosofía en un sistema tan completo como el suyo. En este sentido, Schopenhauer está seguro de lo que el hombre puede conocer y de lo incognoscible de lo que desconoce. 
El moralismo racionalista había alcanzado con Kant su cima. En el ensayo Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, el Königsberg da una descripción bastante resumida de lo que significó esta cumbre:
La Naturaleza ha querido que el hombre logre completamente de sí mismo todo aquello que sobrepasa el ordenamiento mecánico de su existencia animal, y que no participe de ninguna otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto, se procure por la propia razón (Kant, 1991, p. 44). 
Esta fe en la razón de los ilustrados subestimó por un tiempo la «incómoda» realidad que ha hecho que filósofos y poetas exclamen: «¡Soy humano, y nada de lo humano me es ajeno!». Pero las emociones, las pasiones y los deseos que actúan siempre en las honduras del ser humano y que dominan muchas veces a la razón a su antojo, reclamaron con el romanticismo su lugar en la conciencia intelectual de la época.
Entretanto, el romanticismo no es aquel que se afirmó por encima de la razón (L. Mittner). El romanticismo acentuó sí, la «sensibilidad», la «impresionabilidad» y la «irritabilidad». Más estrictamente, el romanticismo se tradujo en «el empleo de la intuición y la fantasía en algunos sistemas filosóficos, en contraste con aquellos sistemas que no parecen conocer ningún otro órgano de la verdad que no sea la fría razón, el intelecto abstractivo» (B. Crocce) (Reale & Antisieri, 1999c, p. 37). 
Por su parte, el de Danzig honró la grandeza de Kant y fue admirador y amigo de Goethe, figura romántico de su tiempo. De esta manera, con su pensamiento, Schopenhauer hizo una de las síntesis más ricas en la historia de la filosofía y de la literatura. Una síntesis interdisciplinar entre la estrictamente razonada filosofía kantiana y la bella prosa romántica. El filósofo se apoya en la epistemología del criticismo kantiano y en su hondo conocimiento del espíritu, que con su facultad para intuir lo infinito en lo finito potencia el conocimiento. De esta forma, en su obra Schopenhauer hace material lo dicho por Schiller, que «para que una obra sea verdaderamente racional, tiene que ser estética» (Reale & Antisieri, 1999c, p. 37).
Schopenhauer comienza El mundo como voluntad y representación diciendo: «El mundo es mi representación». El hombre «no conoce un sol ni una tierra, sino únicamente un ojo que ve el sol y una mano que siente el contacto con la tierra»:
[Al hombre]… el mundo que le rodea no existe más que como representación, es decir, únicamente en relación a otro ser, el ser que percibe, que es él mismo. Es una verdad que se puede anunciar a priori, pues es la expresión de la forma de toda experiencia posible y concebible… (Sch., 2007, p. 13).   
El conocimiento (representación) se realiza en la relación sujeto-objeto naturalmente. Los diferentes sistemas filosóficos no ven que la relación entre ambos es la esencia misma del conocimiento. Fue Kant el que superó el problema de la primacía entre uno y otro. Superó entonces al racionalismo cartesiano y al empirismo inglés. En su Crítica a la razón pura Kant se pregunta y afirma a la vez:
¿Cómo habría de ejercitarse la facultad del conocer, si no fuera por los objetos que, excitando nuestros sentidos de una parte, producen por sí mismos representaciones, y de otra, impulsa nuestra inteligencia a compararlas entre sí, enlazarlas o separarlas, y de esta suerte componer la materia informe de las impresiones sensibles para formar ese conocimiento de las cosas que se llama experiencia? (1979, p. 98).
Schopenhauer hereda de Kant esta superación del problema del conocimiento. Como se ha dicho en el capítulo anterior, para el de Königsberg el conocimiento es posible gracias al sujeto y sus categorías del entendimiento con sus formas a priori de sensibilidad, el espacio y el tiempo, y las impresiones de los objetos. De la misma manera, Schopenhauer, que exige antes de leer El mundo como voluntad y representación leer las obras principales de Kant (Sch., 2007, p. 7) dice: «No he partido ni del objeto, ni del sujeto, sino de la representación que a ambos los contiene y presupone» (Sch., 2007, p. 35). Sin embargo, su definición de sujeto como «aquello que lo conoce todo y que de nadie es conocido» deja entrever que se trata de un sujeto distinto al sujeto trascendental de Kant (Sch., 2007, p. 15).
El mundo como representación de Schopenhauer tiene entonces dos mitades esenciales, necesarias e inseparables. Una es el objeto y «sus formas son el espacio y el tiempo, de donde viene la pluralidad», y la otra mitad es el sujeto, que «no se encuentra en el tiempo ni en el espacio, pues existe entera e indivisa en todo ser que percibe». Si desaparece este ser, el mundo como representación dejaría de existir (Sch., 2007, 15). Cuestión que el alemán da el mérito a G. Berkeley por haberlo intuido por primera vez (Sch., 2007, p. 14).
El mundo de la representación se forma pues, de la relación sujeto-objeto en un proceso de intuición o percepción. El conocimiento es posible solo a través de este. Abraza todo el mundo visible o el conjunto de la experiencia con las condiciones que la hacen posible (Sch., 2007, p. 16): el espacio, el tiempo y la ley de la causalidad, perceptibles a priori, lo que quiere decir, sin la materia; mas ésta no es conocida sin ellos (Sch., 2007, p. 19). A este principio del conocimiento Schopenhauer le sigue llamando «principio de razón», dado anteriormente por Kant. La ley de la causalidad significa que toda causa tiene un efecto. De igual forma, Schopenhauer ocupa el nombre de «ley de la motivación» para decir que todo motivo en la conciencia del sujeto tiene una causa. Además, habla de la «ley de la formación de juicios», la cual a partir de los conocimientos adquiridos, determina el pensamiento, que el filósofo alemán llama a su vez «principio del ser», que no es más que el principio de formación de juicios en el tiempo y en el espacio: «Este constituye en el tiempo la sucesión de sus momentos, y en el espacio, la posición de sus partes, determinándose una a otra hasta lo infinito (Sch., 2007, p. 17).
Como ya se ha dicho, para el de Danzig lo más esencial del conocimiento es lo que Heráclito llamaba «el flujo eterno de las cosas»; o lo que Platón dijo sobre el objeto, aquel que «deviene siempre, pero no existe jamás»; o lo que Kant dijo sobre el «fenómeno», aquel que cambia siempre, diferente al objeto «en sí» o el «noúmeno» que permanece. A Schopenhauer le gustará la concepción de esta intuición primaria que hace la antigua sabiduría india, que le llama velo de maya: «el velo del error que cubre los ojos de los mortales y que les hace ver un mundo del cual no se puede afirmar la existencia ni la no existencia» (Sch., 2007, p. 18).
El primer objeto de la intuición es, por tanto, «el cambio», que sobreviene por virtud de la ley de causalidad que relaciona el tiempo con el espacio (Sch., 2007, p. 20). En este sentido, la materia, teniendo en cuenta que es posible solo a partir del sujeto, se define por su propio obrar. «El ser de la materia es su obrar, y no se le puede atribuir ninguna otra existencia, ni en el pensamiento». Y la forma por la cual la sensibilidad de la materia ejerce su acción sobre la intuición humana es el propio cuerpo del sujeto, que es también materia (Sch., 2007, p. 18). El cuerpo es un objeto como cualquier otro que participa del tiempo y del espacio. La diferencia está en que posee para el individuo una «objetividad inmediata» (Sch., 2007, p. 15). El cuerpo es, entonces, el punto de partida del conocimiento de todo lo demás (Sch., 2007, p. 29). «No podríamos llegar a la intuición, si no tuviésemos conocimiento inmediato de cierta acción que nos sirve de punto de partida. Este punto de partida es la acción sobre nuestro cuerpo» (Sch., 2007, p. 21).
Esta misma percepción o intuición intelectual es llamada por Schopenhauer «entendimiento», en cuanto la materia y la causalidad son una misma cosa según la percepción del individuo en su propio cuerpo. Sin embargo, todo el mundo material permanece como representación, «mas no por esto es mentira o ilusión; es lo que pretende ser: representación» (Sch., 2007, p. 25). Creer que todo es una ilusión es algo que sólo a un «espíritu falseado» se le puede ocurrir (Sch., 2007, p. 25).   
Por otra parte, para Schopenhauer el entendimiento posee grados en los diferentes seres vivos, aunque procede de la misma manera. «Desde el escalón inferior, que no conoce más que la relación de causalidad entre el objeto inmediato y el objeto mediato… hasta los grados superiores… que puede elevarse hasta descubrir las complicaciones más extremas de causas y efectos en la naturaleza» (Sch., 2007, p. 31). En este caso, la razón sí es distinta al entendimiento. La razón está compuesta por nociones abstractas que «no pueden servir más que para recoger, fijar y combinar lo que el entendimiento ha recibido y comprendido directamente». La razón no puede por sí «producir la comprensión misma» (Sch., 2007, p. 31). Por ello, Schopenhauer dice que la razón es de naturaleza femenina: «no puede producir sino después de haber concebido. En sí misma no contiene nada, a no ser los procedimientos del raciocinio, sin sustancia alguna» (Sch., 2007, p. 62). Por lo que realidad y verdad son distintas. Lo que el entendimiento conoce es la realidad, y su opuesto es, la ilusión. Lo que la razón «reconoce» es la verdad, y su opuesto es, el error (Sch., 2007, p. 34).
La «reflexión» en cambio, es una «nueva conciencia», diferente a la formada por la intuición. Es la «abstracción de todas las intuiciones, reflejada en la percepción no intuitiva de la razón». La reflexión es la conciencia de sí. Es una «forma especial» del principio de razón. Hace distinguir al hombre del animal; le hace superior en poder, pero también, en sufrimiento (Sch., 2007, p. 46). El animal entiende, pero no sabe. Saber para Schopenhauer es tener conocimiento abstracto: «significa poseer en el espíritu, con miras a reproducirlos a voluntad, juicios cuyo principio de conocimiento se encuentra fuera de ellos, lo que significa que son juicios verdaderos» (Sch., 2007, p. 62). Por otra parte, la facultad de juicio es la que sirve de intermediario entre el entendimiento y la razón, y trabaja por intuición directa. Por lo que, saber, es conocer la verdad sobre algo. Y lo opuesto al saber es el «sentimiento», que tiene un contenido negativo, en el sentido que significa «que existe actualmente en el conocimiento algo que no es un conocimiento abstracto de razón» (Sch., 2007, p. 63).
Por último, Schopenhauer define al «discernimiento» como el que «deposita» y «fija para el servicio de la reflexión, en conceptos adecuados, los objetos del conocimiento intuitivo. El discernimiento establece las semejanzas y diferencias entre conceptos según su equivalente en la naturaleza. Cuando no hay discernimiento acontece una «tontería» (Sch., 2007, p. 76-77).  
De este modo el alemán pone las bases epistemológicas de su sistema. Luego hace un giro de trescientos sesenta grados como si se tratase de una misma moneda. El punto de rotación es la realidad de las nociones abstractas o la razón frente a lo que propiamente es el individuo: «voluntad». Voluntad es el nombre de la representación más objetiva en el hombre, y que Schopenhauer infiere como la realidad del universo mismo: la «voluntad general».
El mundo objetivo, el mundo como representación, no es el aspecto único del Universo, no es, por decir así, más que su faz exterior. El mundo tiene, además, otro aspecto totalmente diferente, que forma su esencia íntima, su núcleo, que es el objeto en sí;… voluntad… el nombre de la más inmediata de sus objetivaciones (Sch., 2007, p. 41).
En este sentido, las nociones abstractas no tienen más que un valor negativo en lo tocante a la conducta. Dice Schopenhauer:
No pueden hacer más que reprimir los arranques groseros del egoísmo y la brutalidad, y en este sentido les debemos un resultado tan meritorio como la cortesía. Pero la atracción, la amabilidad, el encanto del comercio social, lo que las maneras tienen de amigable y afectuoso no pueden venir del raciocinio, pues, desde que se ve la intención, nos indispone (Sch., 2007, p. 69).
Y más adelante continúa:
La razón es útil, sin duda, pero, si en el tumulto borrascoso de la vida se sobrepone demasiado, cuando las circunstancias exigen rapidez en la resolución, audacia en las acciones, vivacidad y energía en la iniciativa, introduce un elemento de confusión, y pone obstáculos al entendimiento, que nos haría encontrar y seguir, de un modo intuitivo e inmediato, el camino más conveniente. La razón nos deja indecisos y podría con facilidad echarlo todo a perder (Sch., 2007, p. 69).
Sin embargo, Schopenhauer no inutiliza a la razón en cuanto a la conducta humana se refiere. Frente a la virtud –por ejemplo–, aunque señala que la razón no es su fuente, su misión «consiste en mantener las resoluciones adoptadas y en recordar las máximas al espíritu, en fin de fortalecernos contra las flaquezas momentáneas y de dar unidad a nuestra conducta» (Sch., 2007, pp. 69-70; 98).
Hasta este momento no se puede explicar que, hechos como la virtud y la santidad, prospectos de la felicidad, no se derivan de la reflexión, sino, «de las profundidades íntimas de la voluntad y de su relación con el conocimiento» (Sch., 2007, p. 69). 

Metafísica

En el segundo libro de El mundo como voluntad y representación Schopenhauer hace un recorrido teórico sobre su gran descubrimiento: la «voluntad» como principio del Universo. El individuo accede al mundo de la voluntad desde mundo de la representación al querer conocer la significación de las representaciones, lo que indica que es distinto a una representación (Sch., 2007, p. 111). Este tránsito entre los dos mundos, que son uno mismo, se da por el cuerpo. Pues, aunque el sujeto lo conoce como «representación intuitiva en su entendimiento, como objeto entre los objetos, sometido a sus leyes» (Sch., 2007, p. 112), también lo conoce a priori, como sentimiento (Sch., 2007, p. 120), «como algo conocido directamente de cada uno», y es lo que Schopenhauer llama voluntad u «objetividad de la voluntad»; diferente a la representación inmediata que se da en el conocimiento, que es a posteriori. En este sentido, hay una identificación del cuerpo con la voluntad. «Todo lo que impresiona al cuerpo, impresiona a la vez y directamente a la voluntad» (Sch., 2007, p. 112).
A estas impresiones el individuo las llama «dolor, cuando es opuesta a la voluntad, y bienestar o placer, cuando es conforme a ella… son un querer o no querer, momentáneo y forzoso» (Sch., 2007, p. 113). Si la impresión se da forma violenta o excesiva, es una «emoción», la cual influye directamente sobre el cuerpo y puede turbar la marcha de sus funciones vitales (Sch., 2007, p. 113). La impresión incluso puede no afectar a la voluntad, como es el caso de la vista: el individuo puede estar viendo sin que necesariamente mueva a la voluntad. Como puede apreciarse, la diferencia entre Schopenhauer, Locke y Hume, en este tema, está que para ambos el dolor o el placer son los que mueven la voluntad, en cambio, para el alemán, el placer y el dolor son la misma voluntad. [Tampoco es la voluntad de la que hablaba Spinoza, porque éste buscaba justificar la necesidad de las fuerzas naturales a partir de la necesidad de los actos humanos, en cambio, para Schopenhauer, la voluntad es la esencia íntima de todo y por tanto, la condición de todo acto necesario (Sch., 2007, p. 136)]. Sin embargo, esta diferencia entre los empiristas y el de Danzig tiene sentido solo a nivel metafísico, en cuanto Schopenhauer admite que la voluntad es el principio del universo. En lo moral, en cambio, la diferencia se hace transparente y los tres filósofos coinciden en la prioridad de la voluntad no racional en los procesos deliberativos del hombre.
Para Schopenhauer, entonces, el cuerpo y la voluntad son lo mismo (Sch., 2007, p. 114). Y a partir de esta unidad es precisamente que el sujeto cognoscente se hace individuo. Es a lo que llama «Principio de individualización» (Sch., 2007, p. 115), que no significa que los demás individuos sean fantasmas, lo cual sería un egoísmo teórico (Sch., 2007, p. 116). Los demás son, igual que el individuo cognoscente, fenómenos de la misma voluntad. Este conocimiento es «el verdadero sentido de la cuestión sobre la realidad del mundo exterior» (Sch., 2007, p. 116). La forma en que el individuo alcanza este conocimiento es por la reflexión. De esta manera llega «a reconocer que la universalidad de los fenómenos tan variados en la representación tienen una sola y única esencia, la misma que le es conocida íntima e inmediatamente mejor» (Sch., 2007, p. 121). A ésta:
La verá en la fuerza que hace crecer y vegetar la planta, y cristalizarse el mineral, que dirige hacia el norte la aguja imantada; en la conmoción que experimenta cuando dos metales heterogéneos se ponen en contacto; la hallarán en las afinidades electivas de su cuerpo, manifestándose bajo la forma de atracción o repulsión, de combinación o descomposición, y hasta en la gravedad que obra con tanto poder sobre toda la materia y atrae la piedra hacia la tierra y la tierra hacia el sol (Sch., 2007, p. 121). 
La diferencia entre los fenómenos de la voluntad es solamente gradual, todos parten del mismo principio. Comparten todos la «sustancia íntima», la voluntad en sí, «núcleo de toda cosa particular». La voluntad en sí es la «especie más perfecta, cuyo conocimiento fácil e inmediato nos conduce al conocimiento mediato de todas las demás». Es la misma voluntad la que «aparece en la ciega fuerza natural y lo que se muestra en la conducta racional del hombre» (Sch., 2007, p. 124; 137).
La unidad entre el mundo de la representación y el mundo de la voluntad comienza a nublarse cuando se quiere explicar la voluntad en sí misma, «la voluntad en sí». Schopenhauer utiliza la distinción que hace Kant entre el mundo fenoménico y el mundo nouménico para distinguir entre la voluntad cognoscible en el mundo de la representación y la «voluntad en sí» que es incognoscible. La voluntad particular es el fenómeno de la voluntad en sí o «voluntad general». La primera es fenoménica y la segunda es como noúmeno kantiano, incognoscible. A partir de la ley de la motivación el individuo conoce lo que es la voluntad, su voluntad particular. La ley de la motivación es la que determina lo que la voluntad quiere en un momento, lugar y circunstancia determinada. Pero, no determina «lo que quiero o lo que no quiero de manera general…la máxima que caracteriza al conjunto de mi voluntad… el querer en toda su esencia» (Sch., 2007, p. 118). En otras palabras, la voluntad en sí misma es independiente del principio de motivación o de razón, es incognoscible. «En este sentido se puede decir que [la voluntad] no tiene razón» (Sch., 2007, p. 118; 150).
En este sentido, la libertad es solamente una noción, puesto que la voluntad está regida por el principio de motivación. «Cada acto aislado procede, por necesidad, de un motivo que obra sobre el carácter… pero como la necesidad es reconocida por la propia conciencia, resulta que este conocimiento abraza también la noción de libertad» (Sch., 2007, p. 124). Más adelante dice:
…el hombre se cree libre al respecto de sus actos y se imagina que podría en cualquier momento comenzar otro género de vida… a posteriori, ilustrado por la experiencia, descubre con asombro que, es esclavo de la necesidad; que, a despecho de todas sus resoluciones y de todas sus reflexiones, no cambia de conducta, y que, desde el comienzo, hasta el fin de su vida, se ve obligado a conservar el mismo carácter que reprueba, y, por decirlo así, a desempeñar hasta el desenlace el papel del que está encargado (Sch., 2007, p. 124).  
La libertad pues, es una noción que procede del conocimiento de los motivos. El carácter, por otro lado, es aquel que determina cómo actuaran los motivos en el individuo. Es semejante a las fuerzas generales de la naturaleza, un fenómeno inmediato de la voluntad, no tiene razón explicatoria, sino solo por sus acciones (Sch., 2007, p. 140; 148).
Para explicar cómo la voluntad posee grados, y, a la vez, en sí misma es una sola, Schopenhauer introduce el término platónico de «Idea». De ahí que el filósofo admire tanto el pensamiento de Platón. Estas Ideas son:
Grados que existen en el estado de prototipos inaccesibles, o de formas eternas de las cosas; que no entran en el tiempo y en el espacio, medio propio de los individuos, sino que permanecen fijos, invariables, siempre presentes, jamás realizados, y que, mientras aquéllos nacen y desaparecen, ellos se producen eternamente y no existen jamás (Sch., 2007, p. 139).
Fuera de las Ideas, de las diferentes objetivaciones de la voluntad, lo que permanece es la materia: «el substratum común de todos estos distintos fenómenos». Pero la materia por supuesto, siempre posee un grado de determinación de alguna Idea. Según esta diferencia formal entre materia e Ideas, Schopenhauer dice que se hace indispensable una regla por la cual las Ideas aparezcan y desaparezcan para que cada una de lugar a la otra. En este sentido, el alemán define el tiempo como «la mera posibilidad de determinaciones opuestas para la misma materia». Y al espacio como «la misma posibilidad de permanencia para la misma materia bajo determinaciones opuestas» (Sch., 2007, p. 145). En otras palabras, el tiempo es la posibilidad que tiene una Idea para objetivarse en la materia, y el espacio, la posibilidad que tiene una Idea de permanecer en la misma materia contra la posibilidad que otras Ideas se objetiven en ella.
Estas Ideas eternas pues, están en una constante lucha por apoderarse de la misma materia. Pero hay Ideas superiores que predominan ante otras «más imperfectas». Las Ideas superiores, sin embargo, dejan subsistir a las otras, pero en estado subordinado. Quiere decir que la Idea superior no anula a la menos perfecta, sino que la asume, lo que es posible porque ambas son la misma voluntad. En este «conflicto», Schopenhauer dice que «hay una tendencia a una objetivación cada vez más elevada. De esta manera se formó la savia orgánica, la planta, el animal, y el hombre (Sch., 2007, p. 154).
A partir de este «conflicto universal», visible en la naturaleza, se infiere que existe un disentimiento esencial de la voluntad consigo misma (Sch., 2007, pp. 156-157). Incluso, aunque las Ideas menos perfectas están subordinadas a las superiores, éstas siempre aspiran a poder manifestar libremente y por completo su propia esencia (Sch., 2007, p. 155), lo que mantiene el eterno conflicto. Esta tendencia el individuo la experimenta, por ejemplo, en las interrupciones de la salud:
No sólo se interrumpe a veces esa sensación [de bienestar], sino que va siempre acompañada de cierto malestar más o menos adecuado que proviene de la resistencia de aquellas fuerzas, en virtud de la cual la parte vegetativa de nuestra vida está afectada constantemente de un ligero dolor… En fin, de ahí resulta el peso de la vida física, la necesidad del sueño y al cabo la… muerte, pues esas fuerzas naturales subyugadas, favorecidas por las circunstancias, arrancan al organismo gastado por sus perpetuas victorias, la materia que él les quitó, y llegan a manifestar, sin obstáculos, su propia naturaleza (Sch., 2007, p. 156).
El combate universal es la misma voluntad que se nutre de su propia substancia. Bajo sus diversas formas constituye su propio alimento. No es distinto a lo que pasa con especie humana, ya que es posible ver este disentimiento cuando el mismo hombre es lobo para el hombre: homo homini lupus (Sch., 2007, p. 157). Y hasta la materia, dice Schopenhauer citando a Kant, es un «compuesto de una fuerza de atracción y otra de repulsión… no existe más que por la lucha entre las dos fuerzas opuestas» (Sch., 2007, p. 159).
Sin embargo, es notable en esta «lucha» un «aire de familia», una «armonía». Estas series de objetivaciones de las Ideas en la materia dicen de sí mismas que hay una finalidad. Schopenhauer dice que se aprecia «una idea precisa y suficiente de la esencia y significación de la innegable finalidad de todas las criaturas organizadas, finalidad que admitimos hasta a priori, cuando estudiamos y analizamos la naturaleza orgánica» (Sch., 2007, p. 164). Pero esta armonía, entiende el alemán, «no se extiende más que a lo indispensable para la existencia duradera del mundo y de sus criaturas, que sin ella habrían perecido hace mucho tiempo» (Sch., 2007, p. 71).

Estética

En el segundo libro de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer da una definición de belleza que sirve en este momento para conectar su metafísica con su estética. La belleza consiste en la medida en que el organismo consigue vencer a las fuerzas naturales que expresan las Ideas inferiores, alcanzando de tal modo la expresión más o menos perfecta de su propia Idea (Sch., 2007, p. 156). La Idea es bella, pero no siempre puede parecerlo porque depende de su grado de objetivación en la materia. La belleza por tanto, pertenece al mundo como representación que intuye los grados de objetivación de las Ideas en la materia. La belleza o el sentimiento estético no nacen sin embargo, de un razonamiento, sino de la contemplación. 
La síntesis que hace Schopenhauer entre las grandes filosofías de Platón y de Kant, se hace más visible en este tema. La «cosa en sí» de Kant y la «Idea» de Platón se complementan en su punto medular (Sch., 2007, p. 178). La «cosa en sí», es ya sabido, es la voluntad. En cuanto a las Ideas u objetivaciones de la voluntad, son conocidas, si el individuo alcanza a identificarse con el objeto de conocimiento, de tal modo que deje de ser individuo para hacerse el objeto mismo (Sch., 2007, p. 184). Dejar de ser individuo significa convertirse en un sujeto puro, es decir, in-voluntario: un individuo que no se «preocupa» de las relaciones fundadas en el principio de razón, sino que «reposa y se absorbe en la contemplación del objeto que se ofrece a él, fuera de su encadenamiento con los demás objetos» (Sch., 2007, p. 184). En otras palabras, cuando el individuo no examina ya «dónde, cuándo, cómo y por qué existen [las cosas], sino sólo lo que son» (Sch., 2007, p. 186).
En la contemplación, dice Schopenhauer, «parece que el objeto está solo, sin el ser que lo percibe» (Sch., 2007, p. 186). De tal manera que cuando el objeto colma la conciencia, cuando está «totalmente llena», es la Idea del objeto la que se contempla. No significa que el sujeto cree la Idea, más bien, es un dejar que la Idea llene al sujeto y se represente en él: «el sujeto, al sumergirse en el objeto percibido, se identifica con él, y toda su conciencia no es entonces más que la clara imagen del último» (Sch., 2007, p. 187). La contemplación es posible porque el sujeto actúa como espejo de la voluntad. En el acto de contemplar es la voluntad misma la que se reconoce. De tal manera que, por el principio de razón, los objetos aparecen al individuo comúnmente imperfectos, en cambio, por la contemplación, es posible alcanzar su propia Idea, su verdad eterna, porque hace que el individuo se eleve por «encima de la voluntad particular, por encima del dolor, por encima del tiempo» (Sch., 2007, p. 186). En esta situación el sujeto se siente «sostén del mundo». Significa que se identifica con la eternidad de la voluntad general: «cómo podría creerse absolutamente perecedero en contradicción con la inmortal naturaleza». Citando al Upanishads Schopenhauer dice: «Yo soy todas esas criaturas en su totalidad, y fuera de mí no hay nada» (Sch., 2007, p. 188).
El sentimiento de inmortalidad y totalidad son propios de la contemplación. Son el reflejo de la voluntad general en la conciencia, que posee tales cualidades. La voluntad general tiene un «manantial infinito» de posibilidades para representar en la naturaleza, de modo que «ninguna medida finita puede agotar ese manantial infinito, y toda acción o acontecimiento ahogado en germen, tiene, para reproducirse, la eternidad entera abierta ante él» (Sch., 2007, p. 191). Este manantial infinito, que no posee una finalidad general, hace que las Ideas aparezcan o desaparezcan en la materia sin ser esto un acontecimiento esperado. El único momento en el que la voluntad acontece es cuando la voluntad llega a «la conciencia de sí misma y se decide afirmarse o negarse, es el único hecho absoluto, el único acontecimiento «en sí» (Sch., 2007, p. 191). Mientras tanto, a la voluntad le resulta indiferente que las Ideas aparezcan y desaparezcan sin más. En este sentido, la historia para Schopenhauer es como un «alfabeto que permite leer la Idea del hombre», carece de finalidad: «Aparecen siempre los mismos personajes con las mismas inclinaciones y con el mismo destino… el espíritu de los sucesos es el mismo» (Sch., 2007, p. 190).
Este hecho absoluto, único acontecimiento «en sí», el alemán lo trata más adelante. Por ahora le interesan las objetivaciones de la voluntad, las Ideas, de las cuales no se ocupan las ciencias, que alcanzan solo a sus fenómenos, sino el arte. Es el arte quien «concibe y reproduce por medio de la contemplación pura de las Ideas eternas, lo que hay de esencial en todos los fenómenos del mundo». «El arte sujeta la rueda del tiempo; las relaciones desaparecen; su objeto es la esencia, la Idea» (Sch., 2007, p. 192).
El sujeto del arte es el artista, el cual para Schopenhauer es un genio. Es aquel que contempla, que olvida su propia persona y separa el conocimiento de la voluntad durante el tiempo suficiente para «reproducir la concepción que se forme por medio de los recursos bien meditados del arte» (Sch., 2007, p. 193). Debe poseer éste más fuerza intelectual que la que exige el servicio de la voluntad individual, dejando lugar a un excedente que permanece libre para convertirse en espejo de la naturaleza del mundo (Sch., 2007, p. 193). Además, este genio necesita imaginación, que no consiste en una repetición de la naturaleza, sino en la reproducción de lo que ella se ha esforzado en hacer pero no ha podido (Sch., 2007, p. 194). Empero, si el genio utiliza la imaginación sometida a la voluntad, se convierte en un «soñador» y su obra no tiene efecto estético alguno (Sch., 2007, p. 194). El verdadero artista facilita la contemplación de las Ideas por mediación de su obra, y puede generar el mismo placer estético que se logra al contemplarlas directamente en la naturaleza y en la vida (Sch., 2007, p. 202).
En la contemplación estética participan inseparablemente: la Idea del objeto contemplado y la conciencia del sujeto (Sch., 2007, p. 202). El goce de lo bello, sin embargo, puede depender más de uno que de otro (Sch., 2007, p. 203). Cuando la experiencia depende en extremo más de la voluntad individual, el arte se vuelve una ilusión. Así vive generalmente el individuo, ilusoriamente bajo la voluntad particular, de tal forma que tiene que mendigar lo que podría darle la contemplación de las Ideas pero con mucho esfuerzo. De la misma manera, el hombre mendiga por felicidad. Su esencia, la voluntad, lo mantiene atado y no le deja fácilmente sentir el placer de lo eterno y lo total de las Ideas. Schopenhauer explica cómo se manifiesta la voluntad en el individuo, sobre todo en el afanoso querer sin sentido. Al mismo tiempo, deja entrever explícitamente su filosofía de la felicidad:
Todo querer tiene su fuente en una necesidad, es decir, un dolor, a la que su satisfacción pone término. Mas por un deseo que se satisfaga hay diez por lo menos que no pueden ser satisfechos. Además, el deseo es largo y las exigencias innumerables, mientras que la satisfacción es breve y estrictamente tasada. Este mismo contento es, en definitiva, aparente; el deseo cumplido deja lugar para un nuevo deseo; el primero es una decepción reconocida, el segundo una decepción que se prepara. Ninguna de las aspiraciones que realizamos nos produce una alegría prolongada y duradera. Es como una limosna que se da a un mendigo, que le salva la vida para prolongar su miseria hasta el día siguiente. Por eso no hay felicidad ni reposo duraderos mientras la voluntad llena nuestra conciencia, mientras estamos entregados al impulso de los deseos, con sus alternativas de temor y de esperanza, mientras somos, en fin, sujeto que quiere. Ya corramos tras el placer, ya huyamos de la desdicha, ya esperemos el uno, ya temamos la otra, en el fondo todo es la misma cosa. Bajo cualquier forma que se presenten los cuidados que nos inspiran una voluntad que no cesa de ser exigente, llenan y agitan sin cesar la conciencia; y sin reposo verdadero no hay bienestar posible (Sch., 2007, p. 203).   
Para Schopenhauer el bienestar, la calma y el reposo, aparecen sólo cuando el sujeto «percibe las cosas despojadas de su relación con el querer sin consideración interesada, sin subjetividad» (Sch., 2007, p. 203).
Una sola mirada que eche con libertad a la naturaleza basta para reanimar, para alegrar y sostener a quien agita una pasión, la necesidad u otros cuidados, la borrasca de la pasión, el impulso del temor o el deseo, todas las tormentas de la voluntad se calman como por encanto, pues en el instante, en que, desasidos de la voluntad, nos abandonamos al puro y libre conocimiento, parece que entramos a otro mundo, donde no existe nada de lo que conmueve a la voluntad y nos agita violentamente… la dicha y la felicidad no existen ya para nosotros (Sch., 2007, p. 204).
No es fácil, sin embargo, mantenerse en estado contemplativo, puesto que todo individuo permanece bajo el principio de razón. Cualquier necesidad individual vuelve a la persona al estado de miseria y dolor, al estado aterrador del «nada puede aliviarme» (Sch., 2007, p. 205). Es en este momento donde el individuo recurre a la ilusión. Procura por ejemplo, recordar bellos momentos del pasado. Evoca, sin embargo, solamente los acontecimientos o los objetos, no así el sujeto volente que una vez participó de ellos. De esta manera el individuo, por medio de la fantasía, logra tener un estado de calma cuando le urge en su situación (Sch., 2007, p. 204).
Por otro lado, el de Danzig distingue dos tipos de placeres estéticos, uno generado por lo sublime y el otro por lo bello. En general, el placer estético no es más que la alegría que causa el conocimiento puro y los caminos que a él conducen (Sch., 2007, p. 207). Pero según su origen es un sentimiento sublime o un sentimiento bello. Cuando es el sujeto quien busca y lucha por el placer estético, éste es sublime: «Este conocimiento tiene que ser conquistado previamente por el individuo, arrancándose con violencia… elevándose libre y deliberadamente por encima del querer» (Sch., 2007, p. 209). En cambio, cuando es el objeto quien facilita al sujeto el sentimiento estético, es sentimiento de lo bello (Sch., 2007, p. 207). Sin embargo, no son esencialmente distintos, pues ambos descubren la Idea en el objeto particular (Sch., 2007, p. 215). Lo sublime, aplicado a la vida, posiciona al individuo por encima de las exigencias de la voluntad, por lo que su felicidad o su desdicha personal no le afectará mucho (Sch., 2007, p. 213). En cambio, contrario al sentimiento de lo sublime, está lo «picante»: «aquello que más bien estimula la voluntad presentándola directamente como aquello que puede alagarla o satisfacerla» (Sch., 2007, p. 214).
En resumen, la contemplación estética da sosiego al individuo abrumando por la voluntad: «La inmensidad del mundo que nos inquietaba descansa ahora en nosotros, no dependamos de ella, es ella quien depende de nosotros» (Sch., 2007, p. 212). De esta manera, todo objeto es bello, porque cada uno es expresión de una Idea (Sch., 2007, p. 216). Y dentro de este mundo hecho bello, la belleza humana sobresale ante los demás, porque «indica la objetivación más perfecta de la voluntad en su grado supremo de visibilidad» (Sch., 2007, p. 226). Mas, si a la belleza humana le acompaña la gracia, constituiría el fenómeno más expresivo de la voluntad, en su grado supremo de objetivación» (Sch., 2007, p. 230) La gracia se distingue de la belleza por ser la representación adecuada de la voluntad en el tiempo, mientras que la belleza lo es en el espacio (Sch., 2007, p. 229).
Schopenhauer, por último, hace una descripción de los diferentes artes y cómo cada uno de ellos expresa las Ideas. En el género poético, por ejemplo, sobresale la tragedia. Es la obra suprema del genio porque muestra «el aspecto terrible de la vida, los dolores sin nombre, las angustias de la humanidad, el triunfo de los malos, el poder fantástico del azar y la infalible pérdida del justo y del inocente» (Sch., 2007, p. 258). Muestra «el conflicto de la voluntad consigo misma, mostrándose con todos sus horrores, desarrollándose, de la manera más completa, en el grado supremo de objetivación» (Sch., 2007, p. 258).
Entre las demás artes, Schopenhauer distingue a la música: un arte «elevado» y «admirable». La música obra «poderosamente sobre el sentimiento más íntimo del hombre, la comprendemos tan a fondo y tan completamente, como una lengua universal cuya claridad supera hasta la del mundo intuitivo». Por ello, se le debe atribuir un «sentido más serio y más profundo relacionado con la esencia íntima del mundo y con la nuestra» (Sch., 2007, p. 261). «La música es una objetivación inmediata de toda la voluntad, como el mundo, como las mismas Ideas». Debe existir, por tanto, cierto paralelismo entre la música y las Ideas (Sch., 2007, p. 262). Esta relación tiene su punto común en los sentimientos. «La música es el idioma del sentimiento y de las pasiones, como las palabras son el lenguaje de la razón» (Sch., 2007, p. 264). Asimismo, la música expresa el sentimiento de felicidad y tristeza:
Así como la rápida transición del deseo a su satisfacción y de esta a un nuevo deseo hace feliz al hombre, una melodía de movimientos rápidos y sin grandes digresiones expresa el gozo. Por el contrario, una melodía lenta, que pasa por las disonancias dolorosas y no vuelve al tono fundamental sino después de varios compases, será triste y expresará el retardo o el estorbo de la satisfacción de los deseos (Sch., 2007, p. 265).
La música «jamás expresa el fenómeno, sino la esencia íntima, la raíz en sí del fenómeno, la voluntad misma». «No expresa tal o cual placer, tal o cual aflicción, dolor, esfuerzo, júbilo, alegría o tranquilidad del espíritu», sino solo su esencia, su abstracción, sin «accesorios», «sin motivos» (Sch., 2007, p. 266). Incluso, Schopenhauer llega a decir que la música, si se le llegase a explicar exactamente, sería la verdadera filosofía. Parodiando a Leibniz –el cual se refería a un ejercicio de aritmética (Sch., 2007, p. 261) – dice: «La música es un ejercicio de metafísica inconsciente, en el que el espíritu reconoce que está filosofando» (Sch., 2007, p. 270).
En síntesis, la contemplación de la voluntad general favorece la «salvación» del sujeto. «Este es el único aspecto consolador de la vida y lo único inocente que hay en ella» (Sch., 2007, p. 271). Pues, la contemplación estética no dice nada diferente de lo que es el mundo, sin embargo, lo presenta «más concentrado, más perfecto, con reflexión y elección deliberada». Por ello, Schopenhauer la llama «la floración de la vida» (Sch., 2007, p. 272). Presenta al sujeto la Idea misma de la vida, su trágica naturaleza, y a la vez, su invencibilidad, lo cual no es suficiente para aliviar el dolor que conlleva el existir. El «placer de lo bello», el «consuelo del arte», el «espectáculo imponente» de la vida, es una anestesia solamente. Son un esfuerzo para aliviar lo que permanece, el dolor. La contemplación estética es un «consuelo provisional de la existencia» (Sch., 2007, p. 272).

Ética

El último libro de El mundo como voluntad y representación se ocupa de la ética, el tema «más grave» según el autor (Sch., 2007, p. 275), porque trata del obrar, de las acciones: un terreno donde no debe implicarse la filosofía. Para Schopenhauer, toda filosofía es siempre teórica, y por tanto, «debe mantenerse exclusivamente en el terreno de la observación» y el análisis (Sch., 2007, p. 275). El alemán no gusta de los preceptos, y menos de un «principio general» o «receta universal». Esta aclaración es enteramente comprensible en su filosofía, como se verá más adelante en su concepción de carácter inteligible y carácter empírico. El alemán justifica su forma de pensar diciendo: «Cuando se discute sobre el valor o la nada de la existencia, cuando se trata de la salvación o de la perdición, no serán las frías abstracciones filosóficas las que hagan inclinar la balanza, sino la naturaleza misma del hombre» (Sch., 2007, p. 275). Más adelante argumenta: «¿no es una contradicción decir que la voluntad es libre, y prescribirle, sin embargo, leyes, con arreglo de las cuales debe querer?» (Sch., 2007, p. 276). Esta libertad «no sólo es libre, sino que es omnipotente; no produce sólo la conducta, sino su mundo» (Sch., 2007, p. 276). Por otra parte, «la virtud no se enseña, como no se enseña el genio», por lo tanto, «sería insensato pedir a los sistemas de moral que produjeran hombres virtuosos, nobles y santos» (Sch., 2007, p. 276).

En los libros anteriores, el de Danzig se refiere a la libertad como una noción originada por el conflicto de motivos en el intelecto. También dice que el único acto libre de la voluntad es cuando ésta se niega a sí misma en el individuo. Pues este libro trata más a fondo el problema de la libertad, que está implicado en el tema de la voluntad individual y la voluntad general. Como se ha visto, Schopenhauer distingue la voluntad individual de la voluntad general a pesar de ser una sola. La primera es la voluntad del sujeto, la segunda, el principio del Universo. La primera surge a partir del «principio de individuación» de la segunda. Por otro lado, la voluntad general, como voluntad en sí, es inconsciente: «Es una mera tendencia ciega e irresistible, como la vemos todavía en la naturaleza de los reinos inorgánicos y vegetal y en sus leyes, así como en la parte vegetativa de nuestra vida» (Sch., 2007, p. 279). En cambio, la voluntad individual –manifiesta en el mundo de la representación– posee conciencia de lo que quiere: «conoce que lo que quiere no es otra cosa que el mundo y la vida como son» (Sch., 2007, p. 279). La voluntad en sí es un ciego quererse a sí misma. La voluntad individual, queriéndose a sí misma, quiere al mundo tal como es. La voluntad individual es por ello, un desenvolvimiento de la voluntad general.

¿Qué le toca al individuo ante la omnipotente voluntad que ha querido autodeterminarse de la forma que lo ha hecho, incluyéndolo a él? ¿Qué es esa noción de libertad, de intimidad, de incomunicabilidad en el individuo?

Vemos, en verdad, nacer y morir al individuo, pero el individuo no es más que fenómeno… el individuo recibe la vida ciertamente como un don. Sale de la nada y, al ser despojado de aquel don por la muerte, vuelve a la nada de donde salió... [Es la vida] manifestando fugitivamente y en el tiempo lo que en sí no conoce tiempo y debe precisamente manifestarse bajo esta forma para poder objetivar su verdadera naturaleza (Sch., 2007, p. 279).

El individuo es voluntad objetivada como cualquier otro fenómeno, por eso aparece y desaparece, pero es «condición complementaria de la posibilidad del mundo objetivo» (Sch., 2007, p. 282). En el hombre la voluntad se refleja a sí misma tal como ella es. La voluntad se conoce en el hombre. El individuo no es, por tanto, independiente de la voluntad general. Una prueba que Schopenhauer da al respecto, es que, no podría el individuo llegar a la conciencia de sí mismo fuera de la relación de los objetos de conocimiento y de la voluntad. «Mientras tratamos de comprendernos a nosotros mismos, no nos estremecemos al hallar sólo un fantasma inconsciente» (Sch., 2007, p. 282).
El individuo es sólo un fenómeno de la voluntad general. La naturaleza lo expresa de forma clara, puesto que no se resiente cuando muere un individuo, a ella le importa la especie, por eso las dota del inmenso instinto de reproducción (Sch., 2007, p. 280). «La naturaleza expresa de este modo esa gran verdad de que sólo las Ideas y no los individuos tienen realidad verdadera, es decir, son la objetivación perfecta de la voluntad (Sch., 2007, p. 280). En este sentido, la vida y la muerte no son dos momentos únicos en el individuo. Ambas se experimentan de distintas maneras en el tiempo. La vida y la muerte como un lapso temporal entre dos nadas –la vida «fugitiva individual»– acontecen, por ejemplo, en la cúpula y en la excreción: «La voluptuosidad durante la cúpula es el bienestar que resulta del sentimiento de la vida, aumentado. Por otra parte, la excreción, es decir, la eliminación y la evaporación de la materia es idéntica, salvo en grados, a la muerte, que es lo opuesto a la generación» (Sch., 2007, p. 281). La experiencia de la vida y la muerte es semejante también, a un «sueño en que se olvida despertar al durmiente, pero todo lo demás despierta, o, mejor dicho, permanece despierto» (Sch., 2007, p. 282).
Schopenhauer reconoce que con la muerte se regresa a la nada. Esto se debe a que la muerte es apariencia, ya que la voluntad –que lo constituye todo– es eterna. La muerte «no aterra al que sabe que él mismo es esa voluntad de que el mundo es la objetivación y la copia». El individuo sabe que «tiene asegurada la vida para siempre» (Sch., 2007, p. 288). Esta es la razón por su insistencia en que el suicidio no es una liberación de la vida: «Espera en vano [quien se suicida] hallar la liberación en la muerte y salvarse». «La voluntad de vivir está segura de vivir» (Sch., 2007, p. 285). El filósofo trata este tema en El mundo como voluntad de vivir al menos seis veces. Por una parte, es un buen ejemplo didáctico para evitar malas interpretaciones sobre la negación de la voluntad, que en efecto, no significa negar la vida.

La negación de la voluntad

Para el alemán es un hecho que la voluntad quiere afirmarse siempre, por ello la llama a veces «voluntad de vivir» (un homónimo innecesario, puesto que la voluntad lo supone). Tanto en el mundo como voluntad como en el mundo como representación, la voluntad manifiesta su naturaleza de igual manera. Que la voluntad se reconozca a sí misma en la conciencia del individuo, «no coarta en modo alguno su querer; sigue deseando la vida tal como es y tal como acaba de conocerla, y así como la quería, ignorándola, con impulso ciego, la apetece ahora después del conocimiento, con conciencia y reflexión» (Sch., 2007, p. 288). Sin embargo, en la contemplación estética se vio que el conocimiento aniquila el querer. En dicho estado, los fenómenos que el individuo percibe no estimulan la voluntad, sino que, transparentan las Ideas, «la esencia del mundo», y lo que producen en el individuo son «un calmante, un aquietador, que [a la voluntad] la serena y la impulsa a anularse libremente ella misma» (Sch., 2007, p. 289). Más adelante Schopenhauer aclara que aún en este estado hay un mínimo de voluntad que da paso a la vida (Sch., 2007, pp. 389-390).
La intención del filósofo es exponer tanto la afirmación como la negación de la voluntad de vivir. No tiene la intención de recomendar la una y no la otra, sino, hacerlas comprensibles. «Sería tan absurdo como inútil [recomendar], ya que la voluntad en sí es absolutamente libre, se determina por sí misma y no conoce leyes» (Sch., 2007, p. 289). Para lograrlo, el alemán se propone entender lo que se gana al afirmar la voluntad, de qué manera, y en qué medida la satisface, si es que puede (Sch., 2007, p. 311). Sin duda alguna, Schopenhauer apunta hacia una metafísica de la felicidad.

La libertad

La libertad es un concepto clave para entender la negación de la voluntad. El individuo conoce a través de la ley de la causalidad; cada causa particular tiene un efecto particular. Los acontecimientos, en este sentido, son «absolutamente necesarios» sin excepción alguna (Sch., 2007, p. 290). Por otra parte, la voluntad en sí no está bajo esta ley. No es «efecto de una causa, no es necesaria, o, lo que es lo mismo, es libre» (Sch., 2007, p. 290). En este sentido, el concepto de libertad es negativo, se refiere a negar la necesidad, la relación causa-efecto (Sch., 2007, p. 290). La libertad es no necesidad. Esto significa que la voluntad general, que es libre, podría haberse determinado de otra manera, «podría no haber existido, o ser original y esencialmente otro» (Sch., 2007, p. 291), lo que indefectiblemente cambiaría el orden de los fenómenos y cómo se presentan. Sin embargo, ya determinada, no puede llegar a ser de otra manera ni desaparecer: «Una vez realizado el objeto, ha venido a ocupar en la serie de las causas y de los efectos un lugar necesariamente determinado, y no se puede ya ni trocarse en otro, es decir, cambiar, ni salir de la serie o desaparecer (Sch., 2007, p. 291). De esta manera entiende Schopenhauer cómo la voluntad general, que es libre, es necesaria en sus fenómenos.
Entretanto, cuando la voluntad alcanza la «plena conciencia de sí» en el hombre, éste reconoce su libertad esencial (Sch., 2007, p. 291). Reconocimiento que suprime su individualidad y provoca antagonismo con su fenómeno: estado propio de la «santidad» y de la «renuncia» (Sch., 2007, p. 291). «…no sólo es libre la voluntad en sí, mas lo es también el hombre, y se le puede distinguir, por serlo, de los demás seres» (Sch., 2007, p. 292).
Esto no significa que la persona humana goce de la libertad que le confiere el conocimiento de la voluntad en sí. La persona humana «no es libre nunca, aunque sea fenómeno de una voluntad libre, pues ella es un fenómeno determinado ya por esa voluntad libre» (Sch., 2007, p. 292). Para explicar este hecho Schopenhauer se vale de la distinción kantiana de «carácter inteligible» y «carácter empírico». El primero alude a la voluntad en sí, y el segundo, a la voluntad individual según el principio de razón (Sch., 2007, p. 293).
El carácter empírico demuestra que la voluntad y la inteligencia están separadas. Lo que significa que la libertad es solamente una noción. La voluntad decide y la inteligencia se informa luego. No al revés. Para la voluntad no hay más que un motivo necesario por el cual se inclina. La inteligencia, en cambio, no posee datos inteligibles de los motivos (Sch., 2007, p. 294). La voluntad, por tanto, es incomprensible para la inteligencia. «El hombre conoce lo que quiere», no quiere lo que conoce (Sch., 2007, p. 296). «Todo hombre es lo que es por su voluntad, y su carácter es primordial, puesto que la voluntad es la base de su ser» (Sch., 2007, p. 296). En este sentido, «lo que el hombre quiere en total debe quererlo también en cada instante» (Sch., 2007, p. 295).
La inteligencia, sin embargo, puede determinar la conducta, pero no el carácter. Cuando la inteligencia confluye en el conocimiento con los motivos, ésta puede influir para acordar el cómo alcanzar lo que el carácter quiere. El hombre puede cambiar la «dirección de su aspiración», buscar por otro camino lo que siempre ha querido encontrar (Sch., 2007, pp. 297-298), lo fijado por el carácter. El carácter es la «tendencia de su ser íntimo», «lo que el hombre quiere realmente», y ninguna enseñanza ni influencia externa mediada por la inteligencia pueden modificarlo, solamente pueden hacer que se desenvuelva de otra manera. Schopenhauer dice, citando a Séneca: «No se puede enseñar a querer» (Sch., 2007, p. 297). Y al respecto, pone el ejemplo de un hombre ambicioso:
Cuando un hombre ha llegado a convencerse… de que todo acto de beneficencia le será pagado con el céntuplo en la vida futura, esta convicción tendrá para él el valor y el efecto de una letra de cambio, perfectamente segura, a largo plazo, y este hombre… [daría] entonces, por egoísmo, como por egoísmo… [quitaría], si tuviese una convicción diferente. Él mismo no ha cambiado (Sch., 2007, p. 299).
El de Danzig aclara que su teoría no es fatalista ni promueve la «razón perezosa». Aunque el carácter sea inmutable, es imposible que el individuo lo conozca a priori. Sólo después de la experiencia es que puede conocerlo y conocer el de los demás (Sch., 2007, p. 305). Hasta después de haber vivido lo suficiente y de haberse desengañado de sus falsas abstracciones, es que el hombre puede vislumbrar lo que realmente es. Como ver hacia atrás, la experiencia habla de lo que el individuo quiso y pudo hacer. El carácter va creando su imagen en la historia personal. Y las dificultades son las que han encauzado la obra del carácter. «Y son con frecuencia los rudos golpes del mundo exterior son los que nos hacen volver a nuestro camino» (Sch., 2007, p. 308).
Schopenhauer trata luego el arrepentimiento y el remordimiento del individuo como expresiones del conocimiento del carácter empírico, o lo que es igual, del conocimiento de su voluntad. Respecto al arrepentimiento dice que no nace de una modificación de la voluntad, sino del conocimiento de su obrar. «Por eso no puedo arrepentirme nunca de lo que he querido, sino de lo que he hecho, si, guiado por las nociones falsas, he obrado de una manera distinta a la que se hallaba conforme a mi voluntad» (Sch., 2007, p. 299). Estas nociones falsas pueden ser engaños que la propia persona se hace a sí misma: «aparentes precipitaciones», «actos secretamente premeditados», pues –dice filósofo– «a nadie mentimos y adulamos con artificios tan sutiles como a nosotros mismos» (Sch., 2007, p. 300). El remordimiento, en cambio, es el «dolor que hace experimentar el conocimiento de sí mismo como voluntad, y descansa sobre la convicción adquirida de que la voluntad permanece idéntica» (Sch., 2007, p. 300). Es el dolor que surge en el individuo a partir del conocimiento del impulso de su voluntad, que le induce a negar la voluntad de otros (Sch., 2007, p. 336).
En conclusión, la noción de libertad que experimenta la persona –propiciada por la inteligencia– no es más que un conflicto entre varios motivos. EL filósofo le llama «determinación electiva». Sucede cuando en la conciencia convergen diferentes motivos en una misma situación o momento en los cuales, necesariamente, el mayor determina la volición (Sch., 2007, p. 300). Al respecto, la diferencia con el animal –que se mueve siempre por representaciones intuitivas– es que el hombre se esfuerza por determinarse por representaciones abstractas (Sch., 2007, p. 302). Sin embargo, dichas representaciones no sustituyen a las representaciones intuitivas. La inteligencia y la razón más bien, le sirven a la voluntad y no pueden ir más allá de ella.
Por otro lado, con el pensamiento abstracto el individuo reconoce la sustancia de su voluntad (Sch., 2007, p. 306). No le basta al hombre con querer o poder hacer tal cosa, quiere también saber lo que quiere y saber de qué es capaz para dar pruebas de su carácter y estar satisfecho consigo mismo (Sch., 2007, p. 307). «Conocer las propias tendencias y las propias facultades de cualquier género que sea, así como los límites que no pueden franquear, es el camino más seguro para llegar a la mayor satisfacción posible de sí mismos» (Sch., 2007, p. 309).

El dolor

Esta ayuda de la inteligencia, sin embargo, es pagada con mayor capacidad de sufrimiento. Schopenhauer afirma que la causa de los dolores y las alegrías no reside usualmente en la realidad presente, sino, en los pensamientos abstractos. Estos dolores abstractos son los dolores morales, que, en comparación con el dolor físico, llega a convertirse en «tormento». «Así se ve al hombre dominado por algún violento dolor moral arrancarse los cabellos, golpearse el pecho, desgarrarse el rostro, tirarse por tierra… son más que medios violentos para distraerse de un pensamiento que ha llegado a ser insoportable» (Sch., 2007, p. 302). A partir de esta tesis, el alemán se da cuenta que las desgracias no atormentan más que el conocer la posibilidad de haberlas podido evitar. Y si la razón considera que aquello tuvo que ser necesario, cualquier desgracia puede que no inmute al individuo (Sch., 2007, p. 309). El pensamiento abstracto entonces, es la causa de muchos de los dolores del hombre. Sin embargo, el dolor más grande, el «más amargo de los dolores» del sujeto –dice el filósofo–, es el reconocer una falsa opinión de sí mismo (Sch., 2007, p. 310).
La explicación metafísica del dolor que da Schopenhauer es la siguiente. La insaciable y ciega voluntad general se manifiesta en los fenómenos en una lucha constante, como se ha visto, entre las Ideas por la materia. El dolor nace cuando los fenómenos, en su desarrollo, encuentran obstáculos en los demás, que también desean desarrollase. En cambio, si los fenómenos pueden desarrollarse a como son, nace la satisfacción o la felicidad. Sin embargo, nunca hay descanso final para la voluntad, por tanto, el dolor no encuentra límites ni término (Sch., 2007, p. 312). Y en el ser humano, el dolor se acrecienta porque posee más conciencia, y mientras más lucidez, más violento será su dolor. En este sentido, «el genio es quien más padece» (Sch., 2007, p. 313). Por ello, en esencia, vivir es padecer (Sch., 2007, p. 313).
Este padecer se hace notable cuando la existencia, la cual está limitada al presente, escapa al pasado: «siendo esta fuga un paso perpetuo a la destrucción, un morir constante» (Sch., 2007, p. 314). Igualmente, se puede observar el dolor y la muerte en la persona bajo su aspecto físico: «nuestra vida corporal no es más que una muerte incesantemente impedida, una destrucción, retardada siempre, de nuestro cuerpo» (Sch., 2007, p. 314).
Que la voluntad de vivir busque afirmarse siempre no significa para el filósofo algo positivo como sí lo es para la metafísica tradicional, que se apoya en un orden universal que busca perfeccionarse y que garantiza a la vez la felicidad. Más bien, la experiencia personal –fundamento de la metafísica Schopenhaueriana– confirma que el dolor es lo positivo, lo real, puesto que el sujeto es un constante querer. Todo querer es la falta de algo, es la indigencia, es dolor. «Por su origen y por su naturaleza el querer está condenado al dolor» (Sch., 2007, p. 314). Y sin ningún sentido. No resulta satisfacer la necesidad cuando sobrevenga, porque apenas saciada, la falta de objetos que desear, crea un vacío aterrador en el individuo, el aburrimiento, que hace la vida insoportable (Sch., 2007, p. 314). Dice el filósofo:
La vida oscila, como un péndulo, entre el dolor y el hastío, que son, en verdad, sus elementos constitutivos. Se ha expresado este hecho de una manera bien extraña; después de haber puesto en el infierno todos los dolores y todos los suplicios, el hombre no ha encontrado nada que colocar en el cielo, más que el aburrimiento (Sch., 2007, p. 314).
Desde esta perspectiva, el amar la vida se convierte más bien, en temer a la muerte (Sch., 2007, p. 315). Y también, el interés por los otros, no es más que el terror del aburrimiento (Sch., 2007, p. 316). De esta forma, la felicidad es un mero mecanismo de la voluntad que sugiere al individuo satisfacer necesidades, aplacar el dolor y evitar el aburrimiento para realizar su ciega ambición de vida. Este juego mecánico de la felicidad se expresa en el hecho de la intervención del tiempo. Cuando entre la satisfacción y el deseo hay intervalos ni muy próximos ni muy distantes, entonces el dolor es menos y la existencia más feliz. En cambio, cuando entre el deseo y la satisfacción hay un tiempo largo, el dolor es mayor y se es más infeliz (Sch., 2007, p. 316).
Para el de Danzig el dolor es inevitable. «Lo que depende del azar es sólo la figura, la forma bajo la que se presenta el dolor» (Sch., 2007, p. 318). Pues el dolor no viene del mundo exterior, sino del interior de la persona o su disposición física (Sch., 2007, p. 319). De esta manera, cada individuo posee una medida de dolor esencial a su ser, fijada de una vez para siempre por la naturaleza (Sch., 2007, p. 318). «Un individuo capaz de una alegría excesiva sentirá también el dolor con exceso» (Sch., 2007, p. 320), ambas dependen de la vivacidad del espíritu. Cada quien se sobrepone al dolor según su naturaleza:
Pero las mayorías de las veces rehusamos reconocer esta verdad, semejante a una medicina amarga, de que el dolor es esencial a la vida y no nos invade desde afuera, sino que cada uno lleva en su interior el manantial inagotable de él (Sch., 2007, p. 321).
Sin embargo, el alemán cree que el dolor reconcilia al sujeto con la vida cuando éste persigue con ahínco un objetivo. Aunque fracase y sienta dolor, es más digno que aquéllos que buscan cualquier cosa que los satisfaga. Para ambos tipos de persona la vida es dolor, pero el primero la vive mejor (Sch., 2007, p. 321).
Al respecto, Schopenhauer se refiere en su obra a dos tipos de felicidad sin que lo haga explícito. Podría decirse: a la felicidad de la voluntad, y a la felicidad de la negación de la voluntad. Como se verá, son equivalentes a la felicidad y a la beatitud. Aunque el filósofo usa el término felicidad indiferentemente. La felicidad de la voluntad es aquella que nace de la satisfacción de un deseo; es de naturaleza negativa: «No es una felicidad espontánea y que nos viene de sí misma» (Sch., 2007, p. 321). No es más que la supresión de un dolor, de una necesidad. En cambio, la felicidad de la negación de la voluntad transcurre cuando el conocimiento está libre de la afirmación de la voluntad: son los que «pueden considerarse como los momentos más hermosos de la vida, como sus placeres más puros, precisa y únicamente porque nos arrancan de la vida real y nos truecan en espectadores desinteresados» (Sch., 2007, p. 316). Más adelante continuará de lleno este tema.

La religión

Schopenhauer adjudica a las necesidades del hombre la creación de la religión. El hombre necesita ayuda y protección, ocupación y entretenimiento que, la mayoría de las veces, no puede satisfacer por sí mismo, por lo que crea un mundo imaginario. Respecto a la necesidad de ayuda y protección, el filósofo dice que las oraciones y sacrificios gastan la fuerza y el tiempo que el individuo podría ocupar para apartar los males que le aquejan. Empero, ese mundo imaginario y sus relaciones fantásticas con él, benefician al individuo, lo entretienen.
La relación del filósofo alemán con la religión fue muy buena: en su obra –por ejemplo– cita constantemente al Evangelio y a los libros sagrados de Oriente. Constató en las religiones la sabiduría que él, a base de razonamientos, fue encontrando por su filosofía. Las grandes sentencias de la sabiduría india y la enseñanza evangélica son referencias constantes en los puntos medulares de su pensamiento, por ello, dice él, lo religioso «no es de desdeñar» (Sch., 2007, p. 325). 
El filósofo de Danzig logró con su pensamiento entrañar las profundidades del hombre, honduras que han forjado grandes cosmovisiones y religiones ancestrales. Con el principio metafísico de la voluntad, racionalizó diferentes intuiciones que pueblos sabios han puesto en imaginativos y creativos mitos. Desde su filosofía, éstos quedan restituidos por la experiencia de la voluntad de vivir, como por ejemplo, la creencia en la vida después de la muerte.
Schopenhauer dice que aunque quizá no haya hombre «que al final de su vida, si conserva toda su razón y es al mismo tiempo sincero, desee comenzarla otra vez y no prefiera dejar de existir» (Sch., 2007, p. 326), por el sentimiento que comparte cada hombre por ser precisamente voluntad de vivir, hay algo en él que le dice que con la muerte no acaba todo, «que la muerte no es el aniquilamiento absoluto» (Sch., 2007, p. 327). Este sentimiento no significa obviar el dolor que acompaña al mundo; mucho menos afirmarlo optimistamente. Pues, el optimismo le parece a Schopenhauer, «cuando no es un mero dicho irreflexivo de persona, cuyo obtuso cerebro no alberga más que palabras… una opinión no sólo absurda, sino verdaderamente impía, pues es una irrisión amarga de los dolores inauditos de la humanidad» (Sch., 2007, p. 328).

La justicia eterna

Para el alemán basta con apreciar el panorama de la voluntad de vivir representada en sus fenómenos, el cómo se manifiesta su lucha interna en la naturaleza y en el hombre, para no pensar irreflexivamente en un optimismo. En el caso del hombre, la lucha se manifiesta cuando la voluntad excede la afirmación de su cuerpo, cuando no se conforma con lo que afirma su propia existencia, de modo que, busca negar la voluntad de otros para obtener beneficios de ellos (Sch., 2007, p. 330). Este egoísmo llega a tal extremo que: 
…se ve a cada cual no sólo arrebatar a otro lo que él codicia, sino destruir la felicidad o la existencia de sus semejantes, sólo por proporcionarse un insignificante aumento de bienestar. Esta es la más elevada expresión del egoísmo, cuyas manifestaciones sólo son superadas por las de la maldad propiamente dicha, que por puro placer busca el daño y el dolor ajenos, sin provecho personal alguno (Sch., 2007, p. 335; 365).
Entretanto, este dolor producto de los egoísmos individuales se justifica «porque la voluntad se afirma también en ese fenómeno, afirmación que a su vez se justifica y se compensa por el hecho de que la voluntad es quien soporta los dolores» (Sch., 2007, p. 333). De esta forma Schopenhauer avisa sobre la «justicia eterna», la cual se ha enseñado en las religiones sabias.
El hecho de negar la voluntad de otro, dice el alemán, pone al individuo en lucha consigo mismo, en cuanto reconoce en el otro a la voluntad en sí; inmediatamente éste se siente culpable, se «desgarra su seno». «El culpable comprende esto instantáneamente… no en abstracto, sino por vagos sentimientos» (Sch., 2007, p. 336). Por ello, el remordimiento de conciencia nace a partir de haber cometido una injusticia (Sch., 2007, p. 336); hace sentir al individuo que al arremeter contra otro, lo hace consigo mismo. De esta manera: 
La razón comprendió… que, ya sea para disminuir la suma de dolores repartida entre todos, ya para repartirla con mayor igualdad posible, el mejor y hasta el único medio era ahorrar a todos el dolor de padecer la injusticia, haciéndoles renunciar al placer de cometerla (Sch., 2007, p. 345).
La justicia eterna consiste entonces, en que todos los individuos han de padecer, pues todos forman la voluntad del mundo. El individuo sufre por la existencia en general, por la existencia de su especie y por su propia individualidad. «El mundo es la sentencia del mundo». «Si se pusiera en uno de los platillos de la balanza toda la miseria del mundo y en el otro toda su culpabilidad, la aguja permanecería en el fiel» (Sch., 2007, p. 353).
Por tanto, para el alemán, igual que los conceptos de libertad y de felicidad, el de justicia, es negativo. Justicia es negar la injusticia; es no negar la voluntad del otro (Sch., 2007, p. 341). En este sentido, hacer justicia es negar la negación de la voluntad del otro. De tal forma que no se comete injusticia, sino, lo que Schopenhauer llama: «derecho de coacción», el cual es un proceso de neutralización de la voluntad del otro cuando ésta se excede, y dicha defensa puede llegar hasta dar muerte al individuo agresor. Por lo tanto, es justicia que el individuo afirme la voluntad que se manifiesta en su cuerpo (Sch., 2007, pp. 341-342).
Entretanto, el individuo inmerso en el velo de maya, en el mundo fenoménico regido por el principio de razón, no es capaz de distinguir la justicia eterna. Para esta mayoría un hombre es el verdugo y el otro la víctima (Sch., 2007, p. 353). No ven que con una medida exacta «el opresor padece con los oprimidos» (Sch., 2007, p. 359; 366). Éste es el teatro de la vida.

La virtud y la felicidad

Para el filósofo de Danzig tanto la moral como la religión tratan de enlazar de algún modo la felicidad con la virtud. La diferencia está en que la moral ocupa a la razón para justificar que la conducta virtuosa es la más feliz. En cambio, la religión se justifica admitiendo fuera de la experiencia otros mundos distintos que por la práctica de la virtud prometen felicidad (Sch., 2007, p. 362). Schopenhauer dice lo contrario. La tendencia a la felicidad, al bienestar, es una aspiración completamente opuesta a la virtud por dos razones (Sch., 2007, p. 363). La primera es que el concepto de bueno, que incluye también lo agradable y lo útil, es relativo: expresa la conveniencia de un objeto con alguna tendencia determinada de la voluntad (Sch., 2007, p. 361). Y la segunda, porque obtener la felicidad o el sumo bien es una contradicción, puesto que el individuo nunca deja de desear. En otras palabras, no existe la felicidad unida al querer (Sch., 2007, p. 363).
Por otro lado, la moral que se mueve por intereses, como la búsqueda de la felicidad, no es verdadera moral. Todo lo que viene de un sentimiento egoísta carece de valor moral. Por ello, ni los principios morales ni otro pensamiento abstracto pueden producir verdadera virtud. La virtud, para Schopenhauer, no puede nacer más que del conocimiento intuitivo, que hace que el individuo reconozca en los demás su misma esencia (Sch., 2007, p. 369). Es ver más allá del principio de individuación; por ello, amar a la humanidad es el signo inseparable de este conocimiento (Sch., 2007, p. 374). Esta certeza ensancha el corazón, mientras que el egoísmo lo oprime; ensancha la simpatía y lo extiende a todo lo que vive, templa la inquietud, da serenidad tranquila y confiada (Sch., 2007, p. 374).
El concepto negativo de felicidad que ha usado Schopenhauer hasta ahora adquiere un nuevo matiz. El filósofo da entrada a la felicidad de la negación de la voluntad, que él no hace explícita. Ésta es distinta a la felicidad de la satisfacción de una necesidad. Como se ha dicho, ambas concepciones schopenhauerianas son semejantes a la distinción que históricamente se ha establecido entre felicidad y beatitud. El alemán dice: «Aunque el conocimiento del destino humano no tenga nada de alegre, con todo, la firme convicción de hallar el propio ser en todas las criaturas vivientes, da cierta ecuanimidad y hasta cierta alegría» (Sch., 2007, pp. 374-375). Es el sentimiento por el cual, el individuo con su inteligencia, va más allá del principio de individuación. Ese sentimiento es el amor, el amor ágape o caritas, no el eros. El eros es el amor voluntario y egoísta. El ágape o el caritas es el amor involuntario, en el sentido que deja experimentar la unidad de todos los seres en sí mismo. En otras palabras, el eros reafirma el principio de individuación. El ágape o caritas lo niega. Y el beneficio es esa alegría singular que el individuo no busca por sí misma, sino que es inherente a la acción desinteresada (Sch., 2007, p. 374). La conclusión a la que Schopenhauer llega es que este amor es piedad, porque nace del «conocimiento del dolor ajeno sacado de la propia experiencia y considerado como si fuera nuestro» (Sch., 2007, p. 376). «Todo amor (ágape, caritas) es piedad (Sch., 2007, p. 375).
Esta forma de amar puede llegar incluso a sacrificar la propia felicidad, e incluso la misma existencia, con tal que una mayoría pueda obtener con este sacrifico, el conocimiento de alguna «gran verdad» o «desarraigar algún poderoso error» (Sch., 2007, p. 376). «El hombre no se contenta ya con amar a los demás como se ama a sí mismo y hace por ellos cuanto haría por sí, tiene horror de ese ser, cuya expresión visible es su persona» (Sch., 2007, p. 380). Esta conducta se observa en los santos, por ejemplo.
Esta consideración de la moral está en total desavenencia con la moral kantiana, como apunta el mismo Schopenhauer (Sch., 2007, p. 376). Para Kant la piedad es una debilidad, no una virtud. Si para el de Könisberg son las máximas de la razón las que dictan al individuo lo que es virtuoso, para el de Danzig lo virtuoso lo enseña el reconocimiento intuitivo –alcanzado al negar su propia voluntad– del sufrimiento del otro. La moral de Kant está fundada en un egoísmo racional, y la moral de Schopenhauer en la compasión por el otro. La diferencia es notoria:
Vemos al hombre llegado a la negación de la voluntad de vivir, por pobre y triste que parezca, por llena de privaciones que esté su condición, mirada desde fuera, gozar de la más perfecta beatitud interior y de una calma celestial. No hay en él ni esa satisfacción agitada que da la actividad vital, ni esos arrebatos de júbilo, cuya condición previa es un dolor pasado, y cuyo resultado inevitable es siempre un dolor futuro; no conoce nada de lo que constituye la existencia del hombre ávido de vivir; posee un calma inalterable, una paz profunda, una serenidad íntima (Sch., 2007, p. 389).
Sin embargo, la negación de la voluntad, que llega incluso a anular el deseo sexual, no conviene a la especie ni a la naturaleza. Si el precepto se hiciese universal –dice Schopenhauer– la raza humana se extinguiría. Y sin el hombre, el mundo como representación dejaría de existir (Sch., 2007, p. 389). Por ello, la negación de la voluntad no es fácil de conseguir. «La voluntad aspira perpetuamente a volver a la realidad y a inflamarse de nuevo con más ardor que nunca» (Sch., 2007, p. 390). Al respecto, hay una segunda vía que conduce a negar la voluntad: el mismo dolor universal que aflige a todo individuo (Sch., 2007, p. 391).
La mayoría de los hombres llegan a la liberación de la asfixiante voluntad por la experiencia misma del dolor. «Son los dolores padecidos por uno mismo y no los que contemplamos en los demás… los que nos conducen a la resignación total, sobre todo a las puertas de la muerte» (Sch., 2007, p. 391).
Cuando un hombre ha recorrido todos los grados de una miseria creciente; cuando, después de haber luchado con energía, está próximo a abandonarse a las desesperación, se reconcentra a veces continuamente en sí mismo, se reconoce y reconoce el mundo, muda de manera de ser, se eleva por encima de sí mismo y por encima del dolor, y, como purificado o santificado por éste, con una calma, una beatitud, una elevación de espíritu que nada puede alterar, renuncia libremente a cuanto codiciaba hasta entonces con tan arrebatado deseo, y espera la muerte con júbilo (Sch., 2007, p. 392).
El sufrimiento, el cansancio de la miseria, el exceso de aflicción, dan a la persona aquello a lo que Schopenhauer llama el misterio de la vida: «Ven que el mal y el dolor, que el odio y la aflicción, que atormentadores y atormentados son idénticos en sí, por diferentes que parezcan al conocimiento» (Sch., 2007, p. 393). Pero no solamente próximo a la muerte el individuo alcanza este conocimiento: una gran desdicha, una inmensa pena, un destino irrevocable pueden provocarlos también (Sch., 2007, p. 393).
Después que el individuo conoce que la voluntad en sí misma es sufrimiento, «el carácter se vuelve dulce, triste, noble y resignado»; encuentra un gozo en la tristeza, dicha en dolor (Sch., 2007, p. 395). El sujeto se da cuenta que negar la voluntad no consiste en detestar los males, sino los gozos de la vida (Sch., 2007, p. 397). En otras palabras, se está mejor aceptando los males que rechazándolos.
Esta vía de aceptar los sufrimientos para alcanzar tranquilidad no deja de ser obra de la inteligencia, del entendimiento; su fruto es haber llegado a la libertad de la voluntad en sí. «El único camino de salvación es que la voluntad se aparezca libremente a sí misma, a fin de que en esta imagen aprenda a conocer su verdadera esencia» (Sch., 2007, p. 399). El individuo, de esta manera, experimenta la salvación como una gracia, como un choque venido de fuera; de repente, advierte la libertad y la paz que tanto buscaba (Sch., 2007, p. 403).
Para concluir, Schopenhauer observa con cierto «reparo», que la negación de la voluntad lleva al individuo ineludiblemente a precipitarse al abismo de la nada (Sch., 2007, p. 407). Aclara, sin embargo, que se trata de una nada relativa, «que niega», no una «nada absoluta», que es inconcebible para la razón. De modo que elimina cualquier paradoja posible y deja la única paradoja, la de la existencia: «La negación, la supresión, la conversión de la voluntad implican la supresión, y la desaparición de su imagen, que es el mundo» (Sch., 2007, p. 408). Al menos, dice el alemán, este es el resultado teórico, el de la inteligencia, el de la filosofía. Una noción positiva de aquello que la filosofía solo puede expresar de manera negativa habría que buscarla en la experiencia de los hombres que han llegado a la completa supresión del querer, a los estados de éxtasis, de arrobamiento, de iluminación, de absorción en Dios (Sch., 2007, pp. 408-409). Filosóficamente, indefectiblemente: «no queda ante nosotros más que la nada» (Sch., 2007, p. 409).
Ante esta verdad filosófica la voluntad de vivir se horroriza, que no es más que «una manera diferente –dice el de Danzig– de expresar que queremos con ardor la vida, que no somos ni conocemos más que la voluntad de vivir» (Sch., 2007, p. 409). En efecto, la nada relativa, fruto de la negación de la voluntad, equivale psíquicamente a un estado de paz, de beatitud, de sublimidad: la felicidad del mundo como voluntad y representación. En este estado:
En lugar de ese tumulto de aspiraciones sin fin, en lugar de ese constante paso del deseo al temor, de la alegría al dolor, en vez de esas esperanzas nunca satisfechas, y siempre renovadas, que hacen de la vida humana, mientras la anima la voluntad, un sueño no interrumpido, percibimos esa paz más preciosa que todos los tesoros de la razón; esa calma absoluta del espíritu, esa profunda quietud, esa serenidad, esa seguridad imperturbable (Sch., 2007, p. 409).
Sin embargo, como se supone, este sentimiento es únicamente una consolación. La nada, de alguna manera, consuela ante la miseria del mundo:
La única perspectiva que puede consolarnos lentamente, cuando nos hallamos convencidos de que el inexorable dolor y la infinita miseria son la esencia de este fenómeno de la voluntad que llamamos mundo, es ver al mundo desvanecerse, quedando sólo ante nosotros la nada, cuando la voluntad ha llegado a suprimirse a sí misma (Sch., 2007, p. 410).
En fin, tanto para los individuos que afirman su voluntad, como para los que la niegan, la vida es nada (Sch., 2007, p. 410). Pero para intuir este teatro del mundo, el individuo tendrá que sobreponerse a su voluntad, de modo que su conciencia alcance la libertad que hace del hombre un filósofo o un artista.

 

CAPÍTULO III

CRÍTICA Y VALORACIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA FELICIDAD DE A. SCHOPENHAUER Y RETRATO BIOGRÁFICO


Respecto a la ubicación del pensamiento de Schopenhauer en la historia de la filosofía, por su epistemología, el filósofo es poskantiano. Su pensamiento está marcado por el idealismo trascendental, y junto con Fichte, Schelling y Hegel, es uno de los filósofos que interpretan a su manera la «cosa en sí» de la que hablaba el de Königsberg. En este sentido, F. C. Copleston, describe el sistema schopenhaueriano como un idealismo voluntarista trascendental. Idealismo, porque el mundo es una representación en la conciencia. Voluntarista, porque el concepto de voluntad es el principio de la realidad, no la razón o el pensamiento. Y trascendental, porque la voluntad individual es solamente un fenómeno de la voluntad general (1982, p. 226).
Entretanto, las diferencias del sistema de Schopenhauer con el idealismo, principalmente el hegeliano, el más influyente en la época, son grandes. Lo más evidente es que para Hegel (1770-1831) la realidad es racional. Es la actualización del espíritu Absoluto que se piensa a sí mismo. En cambio, como se ha visto, para el de Danzig la realidad es más irracional que racional, en cuanto es producto de la ciega voluntad general. Como consecuencia, la filosofía de Hegel es optimista y la de Schopenhauer pesimista (Copleston, 1982, p. 226). De este modo, la filosofía del pesimista, basada en la experiencia, más específicamente, en la experiencia del querer, no tiene nada que ver con el idealismo enrumbado por el optimista, y por tanto, su pensamiento puede considerarse único.

Algo de historia

Cuando Schopenhauer publicó la primera edición de El mundo como voluntad y representación en 1818, ese mismo año Hegel comenzó a dar clases a la Universidad de Berlín. Dos años después, el de Danzig decide impartir clases en la misma universidad coincidiendo con éste. La cátedra de Schopenhauer fue absorbida, como la de los demás profesores, por el impulso que tenía la filosofía de Espíritu en aquel entonces. Todos querían tener clases con Hegel. Su filosofía legitimaba las ideas de la Revolución francesa, y Napoleón era el símbolo de la realización del Espíritu absoluto en la historia, como lo fue de la «liberación» de Prusia por el ejército napoleónico en 1806. La filosofía de Hegel pues, era vista –en algunos ámbitos– como la filosofía oficial del nuevo Estado. En 1830, en Principios de filosofía del derecho, el filósofo de la Fenomenología del espíritu dice:
El Estado, en sí y pasa sí, es la totalidad ética, la realización de la libertad; y la finalidad absoluta de la razón es que la libertad sea real. El Estado es el espíritu que está en el mundo y que se realiza en éste con conciencia, mientras que en la naturaleza sólo se realiza en cuanto distinto de sí mismo, como espíritu adormecido. Sólo es el Estado en cuanto existente en la conciencia, en cuanto consciente de sí mismo, como objeto que existe… El Estado constituye el ingreso de Dios en el mundo; su fundamento es la potencia de la razón que se realiza como voluntad (Reale & Antisieri, 1995, p. 147).
Para Schopenhauer, consiguientemente, Hegel no es un filósofo, sino más bien, un sofista. Su pseudo filosofía fue producto del empleo recibido de Gobiernos y de honorarios estudiantiles. Hegel es un seductor público, y su improducción filosófica resultó de haber estado al servicio de la voluntad (Sch., 2009a, p. 55). Más bien, dice el de Danzig, el Estado debe su origen al egoísmo que ha llegado a comprenderse a sí mismo (Sch., 2007, p. 347). Cada quien quiere conservarse vivo en un mundo en el que el hombre es lobo para el hombre. La filosofía hegeliana pues, le resultaba una total falacia.
Entretanto, la filosofía de Schopenhauer –dentro de la atmósfera hegeliana– resultó paradójica para el público. Para sus contemporáneos la filosofía de Hegel suponía una ilimitada gama de promesas progresistas que serían alcanzadas por medio de la autorreflexión y de la labor de la historia. De esta manera, el filósofo de la voluntad pasó desapercibido hasta 1851, año en que publica sus Parerga y paralipómena, obra más accesible a la gente en cuanto contenido. Además, después de la muerte de Hegel y del fracaso de la revolución de 1848, se creó un clima de opinión más favorable a su pesimismo. Él relata de manera muy viva esta transición:
En consecuencia, el destino de mi filosofía resultó opuesto al que tuvo el hegelianismo, tan enteramente que se nos puede considerar a ambos las dos caras de una misma hoja según la índole de ambas filosofías. El hegelianismo, presentándose sin verdad, sin claridad, sin espíritu y hasta sin sentido común, y además revestido del más repulsivo galimatías que jamás se oyó, se convirtió en una filosofía de cátedra impuesta y privilegiada, por lo tanto, un sinsentido que alimentó a su hombre. Mi filosofía, surgida al mismo tiempo que ella, reñía todas las cualidades que le faltaban a aquélla: pero no estaba concebida de acuerdo con fines superiores, no era apropiada para la cátedra en los tiempos que corrían y así, como se suele decir, no había nada que hacer. Entonces se siguió, como el día a la noche que el hegelianismo se convirtió en la bandera a la que todo afluía, mientras que mi filosofía no encontró aplauso ni partidarios, antes bien, con acordada intención fue totalmente ignorada, encubierta y, cuando fue posible, asfixiada… Por consiguiente, me convertí en la máscara de hierro o, como dice el noble Dorguth, en el Kaspar Hauser de los profesores de filosofía: sin aire ni luz, para que nadie me viera y no pudiera hacer valer mis pretensiones innatas. Pero ahora el hombre que los profesores de filosofía han hecho callar como un muerto ha resucitado, para gran desconcierto de los profesores de filosofía, que no saben qué cara poner ahora (Sch., 2009a, p. 164).
Los motivos fueron que su filosofía explicaba mejor los acontecimientos históricos. Schopenhauer había dicho:
La historia de la humanidad, el tumulto de los acontecimientos, el cambio de los tiempos, las distintas formas de la vida de los hombres en los diferentes países y en las diferentes épocas del año no son más que la forma accidental del fenómeno de la Idea… [Cuando] se sabe distinguir la voluntad de la Idea, y la Idea de su fenómeno, no se da a los acontecimientos históricos otra significación que la de un alfabeto que permite leer la Idea del hombre. En sí mismos, y por sí mismos, carecen de importancia… Al cabo se hallará que en el mundo, como en los dramas de Gozzi, aparecen siempre los mismos personajes con las mismas inclinaciones y el mismo destino. Los motivos y los acontecimientos se diferencian en los distintos dramas, pero el espíritu de los sucesos es siempre el mismo (Sch., 2007, pp. 189-190). 
Sin embargo, el hecho que Prusia saliera victoriosa de la guerra con Francia, y Gillermo I fuera proclamado Emperador de Alemania en 1871, resultó según F. Nietzsche (1844-1900), un golpe decisivo y demoledor contra todo filosofar pesimista (Nietzsche, 1999, p. 78). A pesar de ello, proclama:
¡Cuán afortunados somos al conocer aún nuestra época! Suponiendo que tenga sentido ocuparse de la propia época, es una dicha poder ocuparse de ella todo lo exhaustivamente que sea posible, de modo que ya no nos quede pendiente la más mínima duda; y justo esto es lo que nos garantiza Schopenhauer (Nietzsche, 1999, pp. 77-78).
Para Nietzsche, como lo fue para Schopenhauer de quien lo aprendió, el hecho de un nuevo Estado se trata de una vieja comedia. «¿Cómo podría bastar una novedad política para convertir a los hombres de una vez por todas en satisfechos moradores de la tierra?» (Nietzsche, 1999, p. 79) Nietzsche cita a Schopenhauer diciendo:
Una vida feliz es imposible; a lo máximo que puede aspirar el hombre es a una vida heroica. Obtiene una vida así quien, de alguna manera y por un motivo cualquiera, lucha con enormes dificultades por aquello que, en cierto modo, beneficia a todos y vence; pero al que luego, o bien se le recompensa pésimamente, o bien no se le recompensa en absoluto. Así pues, al final se queda como el príncipe del Re corvo, de Gozzi, petrificado, aunque con noble pose y magnánimo gesto. Su memoria permanece y se celebra como la de un héroe; su voluntad, mortificada por toda una vida de fatigas y pesares, de malos resultados y de la ingratitud del mundo, se disuelve en el Nirvana (Nietzsche, 1999, p. 90; Sch., 2009b, p. 337).
La fuerza del hombre heroico reside en el olvido de sí mismo. La felicidad no está en el buscar con todas sus fuerzas la felicidad y la verdad, puesto que no se encuentra lo que se busca. Nietzsche dice que, el que busca la felicidad, se hace cómplice de la infelicidad. De esta manera, «la tierra pierde su peso, los acontecimientos y los poderes terrenos se tornan ensueños, a semejanza de esos atardeceres de estío en los que todo nos parece sufrir una transfiguración» (Nietzsche, 1999, p. 93). Es por ello que:
Quien entiende su vida únicamente como un punto en el desarrollo de una estirpe, de un Estado, de una ciencia, y de este modo enclavada por entero en el curso del devenir, en la historia, no ha comprendido la lección que le imparte la existencia y tendrá que aprenderla de nuevo… El heroísmo de la veracidad consiste en dejar de ser algún día su juguete (Nietzsche, 1999, p. 92).
Sin embargo, a diferencia de Nietzsche –al menos del primer Nietzsche respecto a Schopenhauer–, se ha acusado a la filosofía del de Danzig de servir como una apologética del capitalismo. En Asalto a la razón, Lukács dice que la única meta de su filosofía fue la de servir de guía ideológica a la burguesía decadentista de la época pre-imperialista tras el fracaso de la revolución de 1848. De esta manera, la filosofía de Schopenhauer volvía absurda y sin sentido cualquier intento de transformación social (Sch. 1993, pról. p. 11). Horkheirmer, en Schopenhauer y la sociedad, dice que esta aversión del filósofo al cambio y a la revolución se debe a la libertad de la que participaba por su buena posición económica y al miedo a quedar expuesto sin bienes a la realidad social. «Schopenhauer –según Horkheirmer– [...] tuvo miedo ante la historia; le repugnaban los poderosos cambios políticos que suelen llevarse a cabo en la época contemporánea con ayuda de una exaltación nacionalista» (Cabada, 1994, p. 70). Por esta razón, Lukács compara el sistema schopenhaueriano con «un hermoso, moderno hotel, dotado de todo confort, al borde del abismo, de la nada, de la absurdidad» (Cabada, 1994, p. 16).
Al respecto, M. Maceiras en Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión, identifica esta postura «pasiva» de Schopenhauer respecto a los cambios sociales con la negación de la voluntad de vivir:
Schopenhauer confirma, por vía ascética, la eliminación de la concepción del ser como alteridad. O lo que es lo mismo: deja en claro la homogeneidad del mundo a partir de la cual los seres singulares no tienen sentido por sí mismos, tal como nos enseña la sabiduría oriental, a él tan querida [...] El asceta no afirma, por tanto, más que su pertenencia, como la de todos los demás seres, al fondo común de la voluntad. Se niega como individuo y niega a los demás como tales. Todos quedan perdidos en la homogeneidad de un todo, que imposibilita la afirmación de la cualidad entitativa de cada ser. Se afirma el todo de la voluntad-energía y se niega a los seres, a su vida y a su pensamiento que, por sí mismos, se imponen el ideal de su anulación como reconocimiento de la omnipotente soberanía de la voluntad universal (Cabada, 1994, pp. 134-135).
Por otro lado, sobre el mismo tema, Horkheirmer logra rescatar la dimensión crítica del pesimismo schopenhaueriano. A pesar que Schopenhauer subraye la inevitabilidad del padecer y subraye la inutilidad de la protesta, «su estilo constituye una protesta única contra el que así sea, a la crueldad no se la convierte en ídolo, y su interpretación positiva le es abomina­ble» (Sch. 1993, pról. p. 13). Y en este sentido, en La actualidad de Schopenhauer, Horkheimer dice: «no existe ningún pensamiento que los tiempos necesiten más ni que, pese a toda su desesperanza –y por manifestarla–, sepa más de esperanzas que el suyo» (Cabada, 1994, p.70).

Eduard von Hartmann

Hubo alguien, sin embargo, que vinculó la filosofía de Schopenhauer con la de Hegel: Eduard von Hartmann (1842-1906). En La filosofía del inconsciente, éste afirma, interpretando al de Danzig, que la realidad última es inconsciente, pero no ciega, como pensaba el de Danzig. La voluntad no es ciega porque posee dos atributos correlativos e irreductibles, la voluntad y la Idea. Como propiamente voluntad, es responsable del qué de la existencia del mundo. Y como Idea, es responsable del qué de la naturaleza del mundo. De esto se deduce que, si como voluntad justifica el pesimismo para el mundo, como Idea justificaría el optimismo. Por lo tanto, para Hartmann se hace imprescindible reconciliar el pesimismo con el optimismo. Esto quiere decir que los placeres, cuando no son productos de la mera voluntad, sino de la contemplación estética, estos son, ciertamente, positivos, no negativos (Copleston, 1982, p. 228). En otras palabras, la felicidad de la negación de la voluntad es positiva.
Por otro lado, Hartmann sostiene que el fin del proceso cósmico es la liberación de la idea de esclavitud de la voluntad por medio del desarrollo de la conciencia. Por lo tanto, el optimismo tiene la última palabra. Sin embargo, observa que la capacidad de sufrimiento aumenta en el hombre en proporción a su desarrollo intelectual y cultural, a diferencia de los individuos no civilizados, que parecen más felices; lo que significa que la felicidad es una ilusión (Copleston, 1982, p. 228). Además, el progreso material de la civilización va acompañado por el desprecio a los valores espirituales y por la decadencia del genio (Copleston, 1982, p. 229).
Hartmann culpa al principio inconsciente que induce a la raza humana a perpetuarse. Ansía el momento en que ésta logre desarrollar su conciencia hasta alcanzar un suicidio cósmico. No basta con la negación de la voluntad ascética de Schopenhauer, se requiere el máximo desarrollo posible de la consciencia, de modo que la humanidad pueda finalmente comprender la locura de la volición, cometer suicidio, y, destruyéndose a sí misma, poner fin al proceso del mundo. Este es el triunfo del intelecto sobre la voluntad (Copleston, 1982, p. 229), el optimismo de la Idea y la verdadera felicidad.

Ludwig Feuerbach

Feuerbach (1804-1872), contemporáneo de Schopenhauer, fue primeramente hegeliano, luego, humanista materialista. La relación de ambos filósofos se reduce a la mutua lectura de sus obras. En sus libros se pueden notar las alusiones directas o indirectas entre ambos, sobretodo en Feuerbach, que vivió el repunte de la filosofía de Schopenhauer. La discusión libresca entrambos gira en torno al idealismo y al materialismo; diferencia epistemológica que cambia en gran modo la percepción de la realidad, y por supuesto, el sentido de la vida y la felicidad. Schopenhauer dice refiriéndose al materialismo:
El absurdo radical del materialismo consiste, pues, en tomar lo objetivo como punto de partida, como principio último de explicación… cuando en realidad todo lo que es objetivo está diversamente condicionado, como objeto, por el sujeto con sus modos de conocimiento, y le supone de antemano, de tal suerte que, si con el pensamiento se elimina al sujeto, desaparece el objeto completamente.
Vemos también que el materialismo trata de explicar nuestros datos inmediatos por datos mediatos. Todo lo que es objetivo, extenso, activo, en suma, todo lo que es material, todo lo que el materialismo considera como fundamento tan sólido de sus explicaciones… no es más que un dato indirecto y condicional y solo tiene una existencia relativa, pues todo ello ha tenido que pasar por el mecanismo y la elaboración del cerebro y se ha modelado en las formas propias del entendimiento, tiempo, espacio y causalidad, antes de presentarse por mediación suya como algo extenso en el espacio y activo en el tiempo (Sch., 2007, pp. 37-38).
El materialismo toma, de este modo, la materia cuantificada y mecanizada como el auténtico «en sí» de la realidad, al margen de la subjetividad y del entendimiento. Para Schopenhauer esto significaba hablar de «bestialismo» (Cabada, 1994, pp. 96-97; 99). En cambio, Feuerbach dirá del idealismo:
El defecto fundamental del idealismo es precisamente éste: el que plantee y resuelva la cuestión de la objetividad o subjetividad, de la realidad o no realidad del mundo desde un punto de vista meramente teorético, siendo así que el mundo originaria y primariamente es sólo objeto del entendimiento porque es un objeto del querer, del querer ser y tener (Cabada, 1994, p. 149).
De este modo, Feuerbach compara a Schopenhauer con Kant y Fichte, los cuales sostienen que el mundo es algo ideal o subjetivo. No tiene sentido que ellos hablen, por tanto, de sensibilidad, tal como lo hizo el de Danzig. Por esta razón, Feuerbach se refiere a él como un idealista contagiado por la «epidemia del materialismo» (Cabada, 1994, pp. 107-108).
Más en detalle, en el plano moral, las diferencias entre ambos filósofos se harán más notorias. En el humanismo de Feuerbach, por ejemplo, el único principio válido de la moral es el hombre, él es la norma de la moral. Tanto sus «autoafirmaciones» o «autosatisfacciones» son objetivo de la moral (Cabada, 1994, pp. 111-112) Por lo tanto, la compasión Schopenhaueriana, que a la vez necesita de la negación de sí mismo, carece de sentido. A temprana edad, en Exposición, desarrollo y crítica de la filosofía leibniziana, Feuerbach dice:
No hay cosa más absurda y perniciosa que la de convertir en primer principio la negación propia. Lo primero es la afirmación propia: de ella debo partir; de lo contrario no dispongo de medida ni fundamento ninguno; la negación propia tiene sólo un significado crítico y debe subordinarse a la afirmación propia (Cabada, 1994, pp. 112-113).
En otra parte dice:
Si la esencia del hombre es la sensibilidad [...], entonces todas las filosofías, todas las religiones [...], que están en contra de este principio, son, no solamente erróneas, sino también fundamentalmente perniciosas. Si queréis mejorar a los hombres, hacedlos felices; pero si queréis hacerlos felices, tenéis que dirigiros a las fuentes de toda dicha, de todas las alegrías, a los sentidos. La negación de los sentidos es la fuente de toda locura, maldad y enfermedad en la vida humana; la afirmación de los sentidos es la fuente de la salud física, moral y teorética. La renuncia, la resignación, la «negación de sí mismo», la abstracción hace al hombre huraño, triste, sucio, lascivo, cobarde, avaro, envidioso, astuto, malicioso; en cambio, el disfrute de los sentidos hace al hombre alegre, animoso, noble, abierto, comunicativo, compasivo, libre, bueno. Todos los hombres son buenos en la alegría, malos en la tristeza; ahora bien, la fuente de la tristeza, es precisamente la abstracción, voluntaria o involuntaria, de los sentidos (Cabada, 1994, p. 113).
Feuerbach aduce que Schopenhauer desconoce al hombre, que es un ser esencialmente autoafirmador y, en ese sentido, egoísta. Es imposible desterrar el egoísmo de él. Pero aclara que no se refiere solamente al egoísmo inhumano, sino también al egoísmo bueno, el que da cabida a los demás individuos. Por lo tanto, el egoísmo o la tendencia a la felicidad están presentes aun allí donde aparentemente son negados, incluso en la aspiración a la nada de Schopenhauer. Dice Feuerbach:
El eudemonismo es tan innato al hombre, que en modo alguno podemos pensar ni hablar, sin que él imponga su presencia aun sin nosotros saberlo ni pretenderlo. Si digo que la nada o el no-ser es lo más alto que puedo pensar, debo también añadir que es lo más alto que puedo desear para mí, es decir, lo mejor que puedo pensar, a no ser que este «más alto» no lo sea en sumo grado o sea algo absurdo y sin sentido. Pensar sin desear, pensar [...] sin sentir placer, felicidad, en este pensamiento es un pensar vacío, estéril, muerto (Cabada, 1994, p. 118).
Y en otra parte:
Si el nirvana [...] no significa sino la pura aniquilación, para mí, sin embargo, mientras no he llegado todavía al nirvana, mientras aún vivo y por tanto sufro, la representación de mi aniquilación es bienaventuranza, deseo de que llegue a ser realidad la aniquilación de mis sufrimientos, dolores y males (Cabada, 1994, p. 118).
En este sentido, la compasión, fundamento esencial de la ética de Schopenhauer, es egoísta también. Surge a partir de que el propio deseo de felicidad está herido al ver cómo el deseo de ser feliz de los demás se ve frustrado (Cabada, 1994, pp. 121-122). Por lo tanto, negar el amor propio o el deseo de ser feliz, inhibe la propia capacidad de compadecerse con los demás. En palabras de Feuerbach: «Quien no tiene tendencia a la felicidad no sabe ni siente lo que es la desgracia, no tiene por tanto compasión alguna con el desgraciado» (Cabada, 1994, pp. 121-122). En otra parte dice:
La felicidad propia no es fin y meta de la moral, sino su fundamento y presupuesto. Quien no le concede lugar ninguno en la moral y la expulsa de la misma abre las puertas a una arbitrariedad diabólica; pues únicamente por la experiencia de mi propia tendencia a la felicidad sé lo que es bueno o malo, lo que son la vida y la muerte, el amor o el odio en sí mismos y en sus efectos, y por lo mismo no doy al hambriento una piedra en vez de pan o al sediento ácido nítrico en vez de agua potable (Cabada, 1994, p. 123).
Por otra parte, Feuerbach advierte que Schopenhauer se contradice al convertir la negación de la voluntad, por lo tanto, la compasión que supuestamente se deriva de ella, en virtud. De tal modo, el individuo afirmaría en los demás lo que en él mismo niega (Cabada, 1994, pp. 123-124). Feuerbach afirma que la virtud, es más bien, la propia felicidad que está dispuesta a sacrificarse a sí misma, que únicamente se siente feliz en unión con la felicidad ajena (Cabada, 1994, p. 127). En Teogonía, dice el filósofo:
[El hombre] ha de ser feliz para ser bueno, porque no puede ser bueno, si no es dichoso o feliz. Ser bueno depende del bienestar. La moral que se mueve únicamente en una dimensión conceptual puede hacer depender la felicidad de la virtud, pero la vida, donde no son los conceptos, sino seres llenos de sentimientos, necesidades y deseos los que deciden, hace depender la virtud de la felicidad y tiene razón [...] El que quiera hacer por lo tanto mejores a los hombres, que los haga sobre todo más felices; si esto no es posible, que renuncie a aquello (Cabada, 1994, p. 131).
Feuerbach también critica el pesimismo schopenhaueriano reflejado en su concepción de la historia y el progreso. Por una parte, por la débil valoración del «tú» en el idealismo. Para idealismo el «tú» deja de existir como tal (Cabada, 1994, p. 133). Por lo tanto, Schopenhauer no puede creer realmente en un futuro o en un mejoramiento o progreso de la humanidad. En cambio, su filosofía, Feuerbach dice que el «yo» es verdadero yo únicamente frente un «tú». De esta forma, la historia, el futuro, adquiere valor. Al respecto, y a pesar de compartir con el de Danzig el pesimismo de la época, Feuerbach dice: «Soy y he sido desde siempre pesimista en relación con el presente, pero no por ello en relación con el futuro» (Cabada, 1994, p. 138).
Asimismo, Feuerbach comparte con Schopenhauer que el querer es la esencia del hombre, y también la importancia del cuerpo como expresión de la voluntad. Sin embargo, no puede aceptar la primariedad que el de Danzig concede al dolor, y por lo tanto, a su posterior negación para ser feliz. Respecto a la felicidad y a la voluntad, para Feuerbach «la tendencia a la felicidad es la pulsión primigenia y fundamental de todo lo que vive y ama, de todo lo que es y quiere ser». «Donde no existe tendencia a la felicidad, no existe tampoco voluntad» (Cabada, 1994, p. 145). Querer y ser feliz son inseparables, son esencialmente una misma cosa. Por lo tanto: «donde un ser deja de querer la felicidad, deja absolutamente de querer e incurre en la imbecilidad o la idiotez» (Cabada, 1994, p. 146). 
Por último, en el caso del suicidio, acto que Schopenhauer considera inútil, Feurbach dice que se debe a la misma tendencia a la felicidad, que entra en contradicción consigo misma. El individuo piensa y siente que el suicidio –que es un mal– es un bien en comparación con el otro mal que pretende evitar o alejar de sí (Cabada, 1994, p. 146).

Friedrich Nietzsche 

En Schopenhauer como educador, obra dedicada al genio filosófico de Schopenhauer, Nietzsche relata, entre otras muchas cosas, su primer encuentro con El mundo como voluntad y representación que tuvo lugar en 1865, cinco años después de muerto su autor: 
Pertenezco a esos lectores de Schopenhauer que, tras haber leído una primera página suya, saben con certeza que leerán todas las demás y que escucharán cada una de las palabras que ha dicho. Mi confianza en él fue inmediata y en la actualidad sigue siendo la misma que hace nueve años. Lo comprendí como si lo hubiese escrito para mí (Nietzsche, 1999, p. 49).
El pensamiento de Nietzsche está marcado por la filosofía de Schopenhauer. Nietzsche será de ésos, de los que habló el de Danzig, que se inclinan por la afirmación de la voluntad en vez de su negación. Al respecto, Nietzsche no pudo aceptar el pesimismo Schopenhaueriano y su negación de la voluntad. En Ecce Homo, cuando habla de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche menciona que la concepción pesimista de la tragedia schopenhaueriana es un error: «Schopenhauer se equivocó en este tema como se equivocó en todos los demás» (Nietzsche, 2008, p. 59). A pesar de ello, Thomas Mann, desde una postura histórica-crítica, refiriéndose también a Ecce Homo, interpreta los comentarios de Nietzsche de la siguiente forma:
Nietzsche rindió hasta su final los más expresivos homenajes al gran carácter que fue el escultor filosófico de su juventud; y puede decirse que el pensamiento y la doctrina de Nietzsche, tras su «superación» de Schopenhauer, fueron más una continuación y una reinterpretación de la imagen del mundo de éste que no una verdadera separación (2000, p. 21).
En el Ocaso de los ídolos Nietzsche pinta su imagen de mundo, un nido de fuerzas ocultas, inagotables, sin límite, que pugnan por expresarse. El mundo es:
…un coloso de fuerza, sin principio, sin fin [...], un mar de fuerzas que se agolpan y agitan sobre sí mismas [...] ¿Queréis dar un nombre a este mi mundo dionisíaco de la eterna autocreación, de la eterna autodestrucción [...]? [...] ¡Este mundo es la voluntad de poder –y no otra cosa! ¡Y vosotros mismos sois también esta voluntad de poder –y no otra cosa! (Cabada, p. 261).
Aparentemente, Nietzsche se refiere al «eterno conflicto» del que habla Schopenhauer, más sin embargo, no contempla éste los «conceptos eternos, valores eternos, formas eternas» de las Ideas platónicas con las que el de Danzig interpreta el mundo. Por otra parte, la «voluntad de vivir» schopenhaueriana es cambiada por Nietzsche por la «voluntad de poder» y su máxima encarnación: el «superhombre», superación del hombre común. En Así habló Zaratustra Nietzsche hace una descripción del que va a ser el afirmador de la voluntad:
Os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado [...] El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡el superhombre sea el sentido de la tierra! [...] Verdaderamente, el hombre es una corriente sucia. Hace falta ser un mar para poder recibir una corriente sucia sin volverse sucio. Ved, os enseño el superhombre: él es este mar, en él puede sumergirse vuestro menosprecio (Cabada, 1994, p. 261; Nietzsche, 1998, pp. 40-41).
El superhombre anunciado por Zaratustra es un hombre alegre, afirmador de la vida. Vive y goza la existencia, a diferencia del hombre sufriente propuesto por Schopenhauer. Por ello, si el pecado original para Schopenhauer es el sufrimiento que vive cada individuo por el hecho de existir, para Nietzsche consiste más bien, en no haber llegado a ser feliz hasta el momento. «Desde que existen hombres, el hombre ha tenido demasiado poca alegría: éste es únicamente, hermanos míos, nuestro pecado original» (Cabada, 1994, p. 263; Nietzsche, 1998, p. 104).
En los fragmentos nietzscheanos de comienzos de 1873, inmediatamente antes de la publicación de Schopenhauer como educador –escrito según Nietzsche más por la admiración a Schopenhauer que por su razón, éste da cuenta de su digresión con la moral schopenhaueriana de la negación de la voluntad: «Una moral negadora absolutamente grandiosa, porque maravillosamente imposible. Qué significado tiene, cuando el hombre, en clara conciencia, dice ¡no!, mientras todos sus sentidos y nervios dicen ¡sí! y cada fibra, cada célula se pone en contra» (Cabada, 1994, pp. 337-338).
Por otro lado, al igual que Schopenhauer y Feuerbach –conocido también por Nietzsche– hablaron del suicidio, Nietzsche también tiene razones para argumentar sobre el tema, y a desfavor de Schopenhauer. En un fragmento escrito entre el invierno de 1869 y primavera de 1870, de acuerdo a su concepción afirmadora de la vida, menciona que:
El suicidio filosóficamente no es refutable. Es el único medio de liberarse de esta configuración momentánea de la voluntad. ¿Por qué no habría de ser lícito desechar algo, que el acontecimiento natural más casual puede destruir en un minuto? Un airecillo frío puede ser mortal: ¿no es más racional un capricho, que desecha la vida, que un tal airecillo? [...] El abandonarse al proceso del mundo es tan necio como la negación individual de la voluntad, porque lo primero [el proceso cósmico] no es sino un eufemismo para el proceso de la humanidad y con su desaparición para la voluntad no se ha ganado nada. Una humanidad es algo tan pequeño como el individuo (Cabada, 1994. p. 339).
Pero esta pequeñez del hombre es la que aborrece Zaratustra, la posterior voz de Nietzsche. Y es la que precisamente afirman y enseñan los «predicadores de la muerte». Éstos: «Son los tuberculosos del alma: apenas han nacido, y empiezan ya a morir y tienen ansias de doctrinas del cansancio y de la renuncia. ¡Les gusta estar muertos, y deberíamos dar como buena su voluntad!» (Cabada, 1994, pp. 342-343; Nietzsche, 1998, p. 69).
Más a fondo, Nietzsche dice que el pesimismo no es práctico y no tiene posibilidad de ser consecuente. En 1872 escribe: «La nada no puede ser finalidad. El pesimismo sólo es posible en el reino del concepto» (Cabada, 1994, p. 347). De tal manera que la negación de la voluntad es falsa, y, sobre todo, imposible (Cabada, 1994, p. 351). Y la compasión Schopenhaueriana, por lo tanto, no tiene sentido. Sobre esta crítica, Nietzsche habla de una compasión distinta, en 1876 dice así:
Los que pueden alegrarse con nosotros, son más apreciados y están más cerca de nosotros que aquéllos que nos compadecen. La alegría compartida hace al «amigo» (al que se alegra con uno), la compasión al compañero de dolor. –Una ética de la compasión necesita un complemento por medio de la ética, todavía más elevada, de la amistad (Cabada, 1994, pp. 352-353).
Una compasión cerrada en sí misma y que vive exclusivamente de la experiencia del dolor, y no de la alegría –dice Nietzsche–, posiblemente se destruirá a sí misma. En cambio, la compasión se viviría verdaderamente cuando entre la comunión de amigos se compartieran sentimientos alegres. Los sentimientos alegres expresados hacen que afloren luego los sentimientos de dolor. En cambio, si se expresan únicamente sentimientos de tristeza y dolor, éstos volverían insensibles las relaciones. «Las personas más compasivas –dice el filósofo– son las que tienen mucha alegría interior, a ellas les produce dolor todo lo que les contraría; las personas desdichadas y guerreras son insensibles» (Cabada, 1994, p. 353). Por ello, Zaratustra aconseja en vez de amar al prójimo, amarse a uno mismo primero, porque cualquier lazo de amistad surge cuando el individuo se afirma a sí mismo:
Yo os digo: vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos [...] ¿Os aconsejo el amor al prójimo? ¡Más bien os aconsejo la huida del prójimo y el amor al más lejano! Más elevado que el amor al prójimo es el amor al más lejano y al venidero [...] No os aguantáis a vosotros mismos y no os amáis suficientemente [...] El uno se dirige hacia el prójimo, porque se busca a sí mismo, y el otro, porque quisiera perderse. Vuestro mal amor a vosotros mismos os hace de la soledad una cárcel [...] (Cabada, 1994, pp. 358-359; Nietzsche, 1998, pp. 83-84).
Por otro lado, al igual que Feuerbach, Nietzsche será pesimista, pero no del mismo modo que Schopenhauer. A su pesimismo Nietzsche lo llama «dionisíaco». Dionisio es el dios griego de la abundancia, de la exuberancia de la vida, por lo tanto, con este nombre, el alemán quiere decir que su pesimismo es heroico (heroísmo también distinto al de Schopenhauer), en el sentido que padece y muere afirmando la vida. En cambio, el pesimismo de el de Danzig es un pesimismo romántico. En La gaya ciencia dice:
Existen dos modos de padecer, el uno es el de los que padecen de exuberancia de la vida, que quieren un arte dionisíaco y asimismo una visión y concepción trágica de la vida, –y luego están los que padecen de empobrecimiento de la vida, los que buscan descanso, paz, mar tranquilo, redención de sí mismos por medio del arte y del conocimiento, o bien el éxtasis, la convulsión, el aturdimiento, la locura. A la doble necesidad de los últimos corresponde todo el romanticismo en las artes y en los conocimientos (Cabada, 1994, pp. 363-364; Nietzsche, 2002, p. 395).
En este sentido, Nietzsche es un gran revalorizador del dolor, pero no en el sentido schopenhaueriano –como aquel que induce a negar la vida para alejar el padecimiento–. Para Nietzsche el valor del dolor está en que posibilita al individuo el poder vivir una vida más elevada (Cabada, 1994, p. 365). Esta teoría del dolor estaba encarnada en el mismo Nietzsche, pues la mayor parte de su vida sufrió largas enfermedades. Nietzsche escribe en el año 1879:
Mi existencia es una carga terrible: hace tiempo que me hubiera desprendido de ella, si no hubiera realizado las pruebas y experimentos más instructivos precisamente en este estado de sufrimiento y de casi absoluta renuncia –esta alegría sedienta de conocimiento me eleva a alturas, en las que salgo victorioso por encima de cualquier tormento y desesperanza. En conjunto soy más feliz que nunca en mi vida: y, ¡sin embargo! Continuo dolor, varias horas del día una sensación de semi-entumecimiento, muy similar al mareo, que me hace difícil el hablar, y, para variar, furiosos ataques (el último me obligó a vomitar durante 3 días y 3 noches) (Cabada, 1994, p. 365).
Sin embargo, en un fragmento de 1885, Nietzsche parece acercarse a la teoría schopenhaueriana del dolor. Dice que si el sufriente no puede utilizar más el dolor moralmente, al menos debería valorarlo estéticamente, pues: «El mundo, si se prescinde del dolor, es de todo punto antiestético: ¡y quizá es el placer sólo una forma o modo rítmico del mismo! Quería decir: quizá es el dolor algo de lo esencial de la existencia» (Cabada, 1994, pp. 366-367). La diferencia, empero, es clara. Para Nietzsche el dolor es un medio de auto-superación. El dolor es, por tanto, dinámico y creador. En cambio, para Schopenhauer, el dolor conduce al descenso del yo, al estado de la imperturbabilidad o de la «nada» (Cabada, 1994, p. 367). En La gaya ciencia dice Nietzsche: El compasivo «quiere ayudar y no piensa en que existe una necesidad personal de la desdicha, [...] en que, para expresarme místicamente, el sendero para el propio cielo atraviesa siempre por el placer del propio infierno» (Cabada, 1994, p. 367; Nietzsche, 2002, p. 325). En este sentido, Nietzsche, en un fragmento de 1880, dice sobre su connacional:
Encuentro algo superficial a Schopenhauer en cosas anímicas, ha gozado poco y ha sufrido poco; un pensador debería guardarse de hacerse duro: ¿de dónde ha de recibir entonces su material? Su pasión por el conocimiento no fue suficientemente grande para querer sufrir por razón de ella: él [Schopenhauer] se atrincheró (Cabada, 1994, p. 368).
Por último, en el epílogo de Nietzsche contra Wagner, Nietzsche declara la importancia que ha tenido el dolor para la creación de su filosofía. El dolor le ha hecho ser más profundo:
Y en lo que se refiere a mi larga y continua enfermedad, ¿no le debo a ella indeciblemente mucho más que a mi salud? Le debo una salud más elevada [...] –Le debo también mi filosofía... Sólo el gran dolor es el gran liberador del espíritu [...] Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor, en el que somos quemados como con madera verde, el que se toma tiempo–, nos fuerza a nosotros, filósofos, a bajar a nuestra última profundidad [...] Dudo si tal dolor «perfecciona»: pero sé que nos profundiza... (Cabada, 1994, p. 370).

John Stuart Mill

John Stuart Mill (1806-1873), filósofo y economista inglés, no entabló ninguna relación directa o indirecta con Schopnehauer. Su concepción utilitarista de la felicidad resulta ser muy distinta a la del filósofo alemán, y además, es hoy en día uno de los pilares éticos de la civilización occidental pragmática y capitalista. Esto permite ver que la filosofía de la felicidad del de Danzig no tuvo masivamente aceptación a largo plazo por parte del público. Sobresale en el pensamiento de Stuart Mill, por otra parte, el valor que le da, al igual que Schopenhauer, a la abnegación personal. 
El utilitarismo de Stuart Mill hace coincidir el bien con la mayor felicidad del mayor número de personas (Mill, 2006, p. 7). La felicidad individual, desde esta concepción, depende de la felicidad social, y está ligada a la libertad. En su Ensayo sobre la libertad enuncia que la libertad es el principio que debe regir las relaciones del individuo con la sociedad. El principio consiste en afirmar que el único fin que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de los otros es la propia defensa y el impedir que el individuo perjudique a otros (Mill, 2006, p. 29). Sin embargo, como todo lo que afecta a una persona puede afectar a los demás a través de él, la primera razón de la libertad consiste en «el dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de la conciencia, la libertad de sentir, de pensar, libertad absoluta de opiniones y sentimientos sobre cualquier materia, práctica o especulativa, científica, moral o teológica» (Mill, 2006, p. 33). En este sentido, no se puede llamar libre a una sociedad, cualquiera que sea la forma de su gobierno, si no se respetan tales libertades. La única libertad, empero, que merece este nombre –recalca Mill–, es la de que el individuo busque su propio bien por su propio camino, en cuanto no prive a los demás de sus bienes (Mill, 2006, p. 34).
La ética schopenhaueriana, basada en la renuncia y la abnegación, por tanto, carece de sentido, a no ser que esté en función de una mayor felicidad propia o ajena. En El utilitarismo. Un sistema de la lógica, dice Stuart Mill:
Merecen toda suerte de alabanzas los que son capaces de sacrificar el goce personal de la vida, cuando mediante tal renuncia contribuyen meritoriamente al incremento de la suma de felicidad del mundo. Pero quien hace esto mismo, o mantiene hacerlo, con alguna otra finalidad no merece más admiración que el asceta subido a su pedestal. Puede constituir una prueba indicativa de lo que los hombres pueden hacer, pero, con toda seguridad, no un ejemplo de lo que deben hacer [...] Entre tanto, no deben dejar de proclamar los utilitaristas la moralidad de la abnegación como una posesión a la que tienen tanto derecho como los estoicos o los transcendentalistas. La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil. La única auto-renuncia que se aplaude es el amor a la felicidad, o a alguno de los medios que conducen a la felicidad, de los demás, ya bien de la humanidad colectivamente, o de individuos particulares, dentro de los límites que imponen los intereses colectivos de la humanidad (Cabada, 1994, p. 114).

Manuel Cabada Castro

Una hermenéutica más reciente de los textos de Schopenhauer la ofrece Cabada en Querer o no querer vivir… Cabada resalta que el problema central del alemán es el vivir del hombre individual (1994, p. 15). Schopenhauer basa su filosofía en la experiencia común humana, y no en conceptos vacíos. Para él, la diferencia entre un filósofo y un hombre común, está en que el primero conduce a su saber abstracto y reflexivo lo que todo hombre conoce ya intuitivamente como verdades filosóficas (Sch., 2007, p. 383; Cabada, 1994, p. 17). De ahí la revalorización schopenhaueriana de la intuición y de la Idea ante el concepto. En palabras de Schopenhauer:
Como carácter peculiar de mi filosofar puedo citar que yo intento sobre todo llegar hasta el fondo de las cosas, ya que no dejo de perseguirlas hasta lo último y realmente dado. Ello es debido a una tendencia natural que me hace casi imposible contentarme con un conocimiento más general y abstracto (por lo tanto, más indefinido), con meros conceptos, por no hablar de palabras; sino que me impulsa más adelante, hasta que tengo desnudo ante mí el fundamento último de todos los conceptos y proposiciones, que siempre es intuitivo; entonces, o bien tengo que dejarlo estar como fenómeno originario o, cuando es posible, lo sigo analizando en sus elementos, siempre persiguiendo hasta el extremo la esencia del asunto. Por tal razón, alguna vez (no, naturalmente, mientras viva) ahí se sabrá que el tratamiento del mismo objeto por parte de algún filosofo anterior se muestra, comparado con el mío, superficial. Por eso la humanidad ha aprendido de mí algunas cosas que no olvidará, y mis escritos nunca se perderán (Sch., 2009a, p. 160).
Cabada, citando a H. Schöndorf en Arthur Schopenhauer: Am Scheideweg des modernen Denkens dice al respecto:
... en Schopenhauer no existe únicamente la intuición sensible-empírica. El conoce, más bien, también un modo de conocimiento intuitivo de la razón. Pero no se trata de una intuición espiritual reflexiva como la intuición intelectual de los idealistas, sino de la intuición no reflexiva de las ideas, la contemplación... (Cabada, 1994, p. 17).
Por supuesto, la intuición o la contemplación como vía de conocimiento generan problemas de interpretación de la realidad si no se cuenta con una estructura lógica adecuada. De este modo, fácilmente la intuición puede derivar en un subjetivismo, y en el caso de Schopenhauer, generar posibles paradojas, como la que señala Cabada: «¿Cómo es posible que el conocimiento, en principio extraño a la voluntad e instrumento de la misma, pueda intentar y llevar a cabo el sometimiento de la voluntad a sí mismo, cuando ésta es no sólo omnipotente, sino ciega?» (Cabada, 1994, pp. 27-28). En otras palabras, si la voluntad es ciega, y el conocimiento es instrumento de ésta, cómo puede luego el conocimiento someterla. Cabada responde con A. Schmidt que en Die Wahrheit im Gewande der Lüge. Schopenhauers Religionsphilosophie dice que solamente sería posible si la base alógica del entendimiento, la voluntad, poseyera razón, es decir, que no fuera ciega, lo que cuestionaría la pretendida irracionalidad de la voluntad. Si no se acepta –explica Schmidt– una estructuración racional del mundo como voluntad, fuera imposible explicar el paso del obscuro impulso de las meras fuerzas de la naturaleza al genio y al santo, verdaderos modelos de existencia humana para Schopenhauer (Cabada, 1994, pp. 27-28).
Por otra parte, según entiende Cabada, Schopenhauer no demuestra estrictamente que la felicidad se identifique con la quietud (1994, p. 33), ya que si el mundo es esencialmente dolor, la felicidad es solo una ilusión, como el mismo Schopenhauer insiste. Al respecto, Cabada cita a M. de Unamuno –cercano a Schopenhauer y traductor de su obra La voluntad en la naturaleza al español– que en Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos expone que la quietud no puede identificarse con la felicidad. Unamuno se pregunta: «¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría?» (1994, p. 33). Y en otra parte de la misma obra dice:
Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no absorción, no quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor eterno [...] La eternidad, como un eterno presente, sin recuerdo y sin esperanza, es la muerte (Cabada, 1994, p. 33).
Unamuno, en este caso, sí cree que la felicidad está en la constante búsqueda a la que Schopenhauer identifica con la infelicidad. La concepción que el alemán tiene sobre el dolor como el mal y como lo positivo o esencial de la vida es, la que le impide aceptar la felicidad como aspiración o deseo. Cabada dice que el de Danzig se apresura a identificar el dolor con lo esencial o primario de la vida. Hace un salto de lo psicológico a lo metafísico identificando el dolor como el mal, calificando de absurdo, por otro lado, la clásica definición de mal como negación del bien (1994, p. 34). [Contrario a la tesis de Schopenhauer, Cabada señala que la definición de mal como privación del bien está más en consonancia con los presupuestos básicos de las actuales ciencias psicológicas y antropológicas, que han puesto de manifiesto que la previa recepción del bien, del amor, etc. es condición indispensable, entre otras cosas, de la percepción y de la experiencia misma del mal en cuanto tal (1994, p. 35)]. Al respecto, Cabada señala que el alemán se vio forzado a atenuar esta concepción primaria del dolor en Los aforismos sobre la sabiduría de la vida –obra que se tratará más adelante, en donde deja entreabierta la posibilidad de concebir a la ilusión y a la alegría como elementos constitutivos de la existencia y del vivir humanos (1994, p. 37).
Por otra parte, Cabada presta atención a la concepción de amor schopenhaueriana. Si la voluntad es ciega, que quiere intensamente vivir sin saber por qué, más aún, habiendo razones para no querer vivir: ¿Cómo el hombre –fenómeno más perfecto de la voluntad– es capaz de amar a pesar del disentimiento de la voluntad consigo misma? Schopenhauer, según Cabada, deja entrever que el hombre, de este modo, vive optimísticamente su propia existencia y, por lo tanto, su concepción pesimista de la existencia no corresponde con sus propias afirmaciones (1994, pp. 42-43).
En cuanto a la negación de la voluntad para alcanzar el verdadero conocimiento de la realidad, Cabada entiende que el de Danzig no se refería a que la voluntad se enfrentase directa o físicamente con ella misma o con sus manifestaciones individuales, sino, se refería a hacerlo por la vía del conocimiento, que es una de sus manifestaciones. Entretanto, si la voluntad es esencialmente ciega, Cabada sigue sin explicarse cómo ésta consigue, por el conocimiento, suprimirla. En todo caso, la nada relativa a la que apunta Schopenhauer luego de la negación de la voluntad, no sería exactamente «nada», ya que se percibe una dimensión positiva: el conocimiento; que inclusive lo califica como feliz. En este sentido, se entiende mejor la cuestión cuando Schopenhauer habla sobre aminorar el propio «yo» –en el que se manifiesta la voluntad de vivir– con el ascetismo, ya que el ascetismo quebranta la voluntad de vivir (1994, pp. 42-44). La negación de la voluntad de vivir, propiamente dicha, es ascetismo (Sch., 2007, p. 386). Sin embargo, el ascetismo es válido precisamente porque permite el conocimiento liberador de la voluntad:
Sabemos también que los momentos más felices que tenemos en la vida son aquellos en que, sustraídos a la feroz tiranía de la concupiscencia, nos elevamos, por decirlo así, sobre la atmósfera grosera de la tierra. Por la felicidad que gustamos entonces podemos juzgar de la beatitud del hombre cuya voluntad no está, como en el éxtasis estético, calmada por un breve instante, sino para siempre, pues se encuentra completamente consumida, salvo una débil chispa que sirve para conservar la existencia del cuerpo, y que desaparecerá con éste. Cuando este hombre, después de amargas luchas contra su naturaleza, triunfa definitivamente no queda de él más que una pura inteligencia, un espejo siempre límpido del mundo (Sch., 2007, pp. 389-390).
Respecto a la compasión como fundamento de la moral schopenhaueriana, Cabada, acudiendo siempre al argumento de la imposibilidad de que la voluntad ciega y egoísta sea capaz de un conocimiento más elevado, pone en cuestión la ética del filósofo alemán. Otro argumento para Cabada es que el de Danzig afirma que la compasión ayuda también al apaciguamiento de la propia voluntad y consecuentemente, a disminuir el dolor propio, por lo que surge la cuestión o la sospecha de si la compasión schopenhaueriana está al servicio, más que de los otros, del propio yo, contradiciendo lo que él mismo dice:
…como hemos visto, el dolor es parte esencial e inseparable de la vida; que los deseos nacen sin excepción de una necesidad, de la falta de algo, de un dolor; que toda satisfacción no es más que la supresión de un dolor, no una felicidad positiva adquirida; que los placeres mienten a la esperanza, afirmándola que son un bien positivo, cuando en realidad son de naturaleza negativa y se reducen al mero cese de un mal. Según esto, todo lo que hacen por los demás, la bondad, el amor y la generosidad no tiende a otra cosa que a calmar sus dolores, y lo que excita a realizar buenas acciones y obras de caridad es siempre el conocimiento del dolor ajeno sacado de la propia experiencia y considerado como si fuera nuestro (Sch., 2007, p. 376).
Por otro lado, si la compasión nace del conocimiento de los otros como iguales, Cabada dice que éste no sería más que una representación o ilusión, por lo que podría afirmarse que la ética schopenhaueriana es tan real como irreal. «Quien convierte el mundo en sueño lo desvaloriza y le niega la posibilidad de ser instancia competente en cuestiones morales» (Schmidt) (1994, pp. 62-63). Y no decir –dice Cabada– el problema que reviste la ética de Schopenhauer por el hecho de haber puesto a nivel de la necesidad las acciones humanas (1994, p. 63). En este caso, se entendería que la compasión, fruto de la negación de la voluntad, quedaría justificada solo a nivel de conocimiento y no de acciones –a pesar del problema expuesto anteriormente, de que el conocimiento no podría ir más allá de la voluntad ciega, ya que éste es un fenómeno de ella–.
Esta dificultad conlleva, al mismo tiempo, a revisar la concepción Schopenhaueriana de responsabilidad. Para el alemán la responsabilidad del hombre no recae sobre sus acciones, sino sobre su carácter, a pesar de ser éste innato e inmutable. La responsabilidad del hombre está, por tanto, en el ser, no en lo que hace. Sin embargo, Cabada, de acuerdo a la observación que hace Schopenhauer sobre el único caso en que el hombre alcanza la libertad, cuando se niega a sí mismo, difícilmente puede admitir en el filósofo una libertad «empírica» a partir de esta negación. Para que haya una libertad empírica se haría necesario admitir, fuera de la voluntad general, una realidad absoluta o infinita más allá del mundo. En otras palabras, para que las acciones dejen de verse determinadas por los motivos, se requiere que el individuo perciba, más o menos explícitamente, valores «absolutos», ya sean que radiquen éstos en la propia dignidad del «yo» o en una instancia supramundana. De otra manera, el carácter empírico permanecería en la necesidad. Al respecto, el de Danzig no admite ningún valor absoluto, y por otra parte, en cuanto afirma que gracias al carácter inteligible el individuo es capaz de alcanzar libertad, se contradice cuando afirma también que en el operar, el individuo sigue actuando necesariamente (1994, pp. 66-67).

Rüdiger Safranski

Otra referencia hermenéutica de los textos de Schopenhauer es Rüdiger Safranski. Respecto a la nada schopenhaueriana –el tema más controversial en la filosofía del alemán– Safranski tiene su propia interpretación, que nace al conectar más explícitamente la vida del filósofo con su pensamiento.
Un primer presupuesto para Safranski es que Schopenhauer, a pesar de exponer brillantemente su doctrina de la negación de la voluntad, él no fue ni santo, ni asceta. Más bien, no dejaba que nada afectase a su propia voluntad. Por ello, el alemán no pasó de ser un espectador de ese éxtasis de la negación que invoca al final de El mundo como voluntad y representación.
Por otro lado, sí alcanzó la negación de la voluntad por el momento del arte. Su identificación de la «cosa en sí» –la voluntad– con la música es prueba de ello. Para el de Danzig la música es la repetición del mundo, pero sin cuerpo. Sin embargo, en el placer estético, tanto de la música como de los demás artes, la voluntad solo es purificada de algunos de sus intereses. La contemplación estética no significa la negación total de la voluntad como en el ascetismo. Al respecto, Safranski dice que el alemán, por medio del arte, vivía «como si» hubiese abandonado el mundo. Un ejemplo de ello era la costumbre que tenía de tocar la música de Rossini con la flauta antes de comer su opulento almuerzo. Por tanto, el hecho que Schopenhauer viviera de tal manera, significaba querer estar presente en lo último, la negación, haciendo que lo penúltimo, el arte, se convierta en lo último (2011, pp. 314-315). En este sentido, puede entenderse la nada relativa, en el hecho de no hallar sentido a la voluntad, aun concediéndole uno, tal como el placer estético.

Biografía de Arthur Schopenhauer

El objetivo de esta sección es mostrar breves retratos autobiográficos de Schopenhauer o retratos hechos sobre su persona mientras vivía, para figurar una imagen de lo que fue realmente el filósofo del pesimismo. Y luego, hacer un paralelo con Los aforismos sobre el arte del buen vivir, escrito que los críticos consideran una obra autobiográfica, y en la que el alemán parece moverse del lado de la afirmación de la voluntad, más que del lado de su negación, sin que esto afecte de ningún modo su filosofía. 
Antes que nada, Arthur Schopenhauer nace en Danzig el veintidós de febrero de 1788. Su padre, Heinrich Floris Schopenhauer, era un rico comerciante, y su madre, Johanna Henriette Trosinier, llegó a ser una de las escritoras más famosas de su tiempo. Adele, su única hermana, era siete años menor que Arthur. Heinrich Schopenhauer quería que su hijo fuera comerciante a pesar de la joven vocación al estudio humanístico de Arthur. Estando en vida, A. Schopenhauer favoreció la propuesta de su padre. La familia viajó por dos años por Europa donde Arthur se familiarizó con la cultura y las lenguas más importantes de aquel tiempo, el francés y el inglés.
En 1805 muere su padre, donde todo hacía indicar que se trataba de un suicidio. Arthur, entonces, queda libre del compromiso hecho con su padre, y por influencia de su madre, decide dedicarse al estudio y vivir de las rentas obtenidas de su herencia. A los diecinueve años de edad, Arthur se independiza de su madre y se matricula en la universidad de Götingen como estudiante de medicina. Un año después realiza estudios con G. E. Schulze, quien le inicia con los estudios de Kant y Platón, los cuales fueron fundamentales para su filosofía. En 1811 se matricula en la Universidad de Berlín para escuchar a Fichte, el cual le decepciona. A los veintiséis años de edad, redacta su tesis doctoral La cuádruple raíz del principio de razón suficiente y se doctora in abstenia por la Universidad de Jena. En 1819, Schopenhauer publica El mundo como voluntad y representación, y un año después, imparte su lección magistral en la Universidad de Berlín, donde Hegel en el mismo horario –como se ha hecho referencia– ofrece también su lección, por lo que apenas le llegaron a Schopenhauer unos cuantos oyentes. 
En 1833, después viajar a Italia, de ver traducida al latín su obra Sobre la visión y los colores, libro que escribió en 1816 luego de discusiones sobre el tema con Goethe; y luego de traducir al alemán Oráculo manual y el arte de la prudencia de Baltasar Gracián y de intentar volver a dar clases en Berlín, Schopenhauer se instala definitivamente en Frankfurt, contando ya con cuarentaicinco años de edad. Tres años después publica Sobre la voluntad en la naturaleza. En 1840 publica con el nombre Los dos problemas fundamentales de la ética dos de sus ensayos con los cuales participó en dos concursos de la Real Academia Noruega de las Ciencias. Siendo premiado el primero: En torno a la libertad de la voluntad humana. En 1844 publica la segunda edición de El mundo como voluntad y representación con un tomo entero de añadidos a la primera edición, y en 1859 su tercera edición. A la edad de sesenta y tres años saca a la luz Parerga y paralipómena, su filosofía para el mundo. En 1860, con setenta y dos años de edad, Schopenhauer muere apaciblemente en su casa (Aramayo, 2001, pp. 141-144; Safranski, 2011, pp. 485-488; Mann, 1976, pp. 23-25; Sch., 2001, pról. pp. XLIX-LIII; Piclin, 1975, pp. 223-225).
Refiriéndose a su juventud, en su curriculum académico de 1819, el alemán indica cómo se fue fraguando su vocación filosófica: 
Pues precisamente en esos años en que se va despertando el ánimo viril, durante los cuales el alma humana permanece abierta a toda clase de impresiones... mi espíritu no quedó repleto, como habitualmente sucede, con palabras vacías y con informes de segunda mano sobre las cosas... con el resultado de embotar y aletargar de ese modo la primitiva agudeza del intelecto, sino que fue alimentado e ilustrado por la contemplación directa de las cosas... Me alegra en especial el que este proceso formativo me haya acostumbrado desde muy pronto a no darme por satisfecho con los meros nombres de las cosas, sino a preferir decididamente a la palabrería hueca la consideración y la investigación de las cosas mismas y el conocimiento que surge de la intuición directa. Por eso, en tiempos posteriores, no corrí nunca el peligro de tomar a las palabras por cosas (Safranski, 2011, p. 62).
En cuanto al carácter de Schopenhauer, los testimonios indican que no era nada fácil de tratar. Brockhaus, por ejemplo, editor de El mundo como voluntad y representación, se refiere a terceros de Schopenhauer como «perro rabioso» (Safranski, 2011, p. 318). Pero el testimonio más fuerte sobre su modo de ser lo da su madre, Johanna Schopenhauer. Con ella no congenió. Ambos rompieron relaciones en 1814. Johanna, en octubre de 1807, escribe a su hijo:
Tú no eres un hombre malo, no careces de espíritu y educación, tienes todo lo que podría hacer de ti el decoro de la sociedad humana. Conozco además tus sentimientos y sé que hay pocos mejores que tú; pero, a pesar de eso, eres fastidioso e insufrible y considero penoso en extremo el vivir contigo. Todas las buenas cualidades quedan empañadas y no sirven para nada en el mundo a causa de tu arrogancia; sencillamente, por la razón de que no puedes dominar la manía de querer saberlo todo mejor que nadie, de encontrar faltas en todas partes menos en ti mismo, de querer mejorarlo y controlarlo todo. Con ello exasperas a las personas que te rodean, pues nadie quiere dejarse ilustrar y mejorar de manera tan brutal, y menos aún por un individuo tan insignificante como eres todavía tú; nadie puede soportar el ser censurado por ti que tantas flaquezas tienes, y menos aún de esa manera despectiva que utiliza un tono oracular para definir las cosas, sin plantearse siquiera una sola objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo, eres irritante en extremo (Safranski, 2011, pp. 128-129).
Respecto a la vida sexual de Schopenhauer, Safranski dice que éste no «fue casto y ni siquiera el miedo aterrador de las enfermedades venéreas pudo refrenar su lascivia» (2011, p. 314). Para el de Danzig, los genitales, mucho más que cualquier otro miembro exterior del cuerpo, están sometidos únicamente a la voluntad y en nada al conocimiento (Sch., 2007, p. 332). Por otra parte, no contrajo matrimonio, aunque estuvo a punto al menos en dos ocasiones. También, tuvo dos hijos con diferente mujer, los cuales murieron siendo aún tiernos, sin que él apenas los conociera. En su Diario quedó grabado cómo hacía frente a este impulso inconsciente de la voluntad:
En los días y en las horas en que el impulso hacia la voluptuosidad es más fuerte, cuando no se trata de un apagado anhelo surgido de la vaciedad y el embotamiento de la consciencia, sino de una avidez ardiente y de una violenta pasión; precisamente entonces es cuando las mayores fuerzas del espíritu están también dispuestas a llevar al límite su actividad. Ahora bien, en el instante en el que la consciencia se entrega a la pasión y está llena de ella, la consciencia mejor permanece latente; se precisa de un poderoso esfuerzo para invertir la dirección y para que, en vez de esa pasión torturante, indigente y desesperada (el reino de la noche), sea la actividad de las elevadas fuerzas del espíritu, el reino de la luz, lo que llene la consciencia (Safranski, 2011, p. 185). 
Sobre el porqué del alejamiento de Schopenhauer de la vida social y política de su tiempo, pueden servir de referencia dos fragmentos de una carta suya fechada en 1813, donde indica su partida para redactar su tesis doctoral de Berlín a Rudolstadt, en donde escribe: «rodeado como estaba por valles y montañas cubiertas de bosque… me entregaba ininterrumpidamente, en pro­fundísima soledad, a los más remotos problemas e investigaciones, sin que nada lograse distraerme o dispersarme (Safranski, 2011, p. 208). Mas luego dice:
A comienzos de este verano, cuando el clamor de guerra ahuyentó a las Musas de Berlín, donde estudiaba filosofía... también yo salí de allí siguiendo su cortejo, pues sólo a ellas había jurado fidelidad (y no tanto porque yo, a causa de un encadenamiento de circunstancias, me sintiese extraño en todas partes y no tuviese que cumplir deberes ciudadanos en ningún sitio, cuanto mucho más porque tenía el pleno convencimiento de no haber nacido para servir a la humanidad con el puño sino con la cabeza y de que mi patria es mayor que Alemania (Safranski, 2011, p. 200).
El carácter contemplativo de Schopenhauer era sobresaliente, no solo hacia el exterior, sino también, hacia el interior. Precisamente, respecto a los problemas con su madre, y sobre las recomendaciones de su parte, escribe en su diario:
Grábate esto de una vez por todas, alma querida, y sé sabia. Los hombres son subjetivos; no objetivos, sino completamente subjetivos... investiga tu amor, tu amistad, observa si tus juicios objetivos no son en gran parte subjetivos, aunque estén enmascarados; observa si aprecias convenientemente los méritos de alguien que no te quiere, etc., y sé tolerante; es un maldito deber (Safranski, 2011, p. 225).
A pesar de sus esfuerzos para controlar su carácter, fue inevitable la separación definitiva con su madre después de una fuerte discusión –como se ha hecho mención– en 1814, la cual quedó reflejada en una carta que ésta le envió, fechada el diecisiete de mayo. La discusión se debió a los excesivos celos de Schopenhauer respecto a la vida social de Johanna:
No tienes ni idea de lo que es un corazón materno: tanto más dolorosamente siente cada golpe de la mano antes amada cuanto más profundo fue el amor. No es Müller (Von Gerstenbergk), eso lo juro ante Dios en el que creo, lo que me ha separado de ti, sino que has sido tú mismo, tu desconfianza, tu censura de mi vida y de la elección de mis amigos, tu desdeñoso comportamiento hacia mí, tu desprecio contra mi sexo, tu resistencia claramente expresada a contribuir a mi felicidad, tu codicia, tu mal humor al que das libre curso en mi presencia sin ningún recato, todo eso, y mucho más, es lo que ha hecho que me parezcas completamente odioso y eso es lo que me separa de ti… (Safranski, 2011, pp. 228-229).
Respecto a éste problema familiar existen testimonios sobre el carácter de Johanna, el cual también era difícil de tratar. «…inspiraba poco respeto», dice una amiga de Adele, Annette von Droste-Hülshoff, en una carta dirigida a otra amiga en 1837. El trato que dio Johanna a Adele no fue tampoco muy digno. Ella, por ejemplo, no supo cuidar de la herencia familiar, y nunca Adele se benefició de su parte (Safranski, 2011, p. 383). Por otro lado, según el testimonio de Gottlob Quandt, un acaudalado coleccionista y experto en arte, amigo tanto de Arthur como de Johanna, dice que éste conservaba siempre el afecto por su madre:
Creí percibir los estertores de un tremendo dolor en el fondo de su corazón, un dolor que parecía acompañar al recuerdo de una terrible época de su vida. Y aunque sus confesiones al respecto eran muy veladas, yo veía con claridad que se traslucía cierto respeto e incluso inclinación por su madre... sin que él llegase a ser completamente consciente de ello (Safranski, 2011, p. 262).
Hacia 1823, Schopenhauer anota en su cuaderno secreto Eis Eauton un texto que expresa cómo sentía los acontecimientos de su vida y qué relación guardaban con su felicidad:
Cuando a veces me he sentido infeliz, fue siempre a causa de una méprise, de un error en la persona, pues me había tomado por alguien distinto al que soy y que se lamenta de sus desgracias: por ejemplo, por un encargado de cursos que no tiene alumnos y no llega a ser catedrático; o por alguien del que habla mal tal filisteo o del que chismorrea una comadre; o del acusado en un proceso por injurias; o por el amante al que no quiere atender la muchacha de la que se encaprichó; o por el paciente que tiene que permanecer en casa por causa de una enfermedad... Pero yo no he sido todo eso; todo ello es un tejido ajeno del que, a lo sumo, se hizo el abrigo que llevé algún tiempo y luego cambié por otro. ¿Quién soy yo, pues? Soy el que escribió El mundo como voluntad y representación y el que dio una solución al gran problema de la existencia... Ese soy yo, ¿y quién podría impugnarle eso en los años que todavía le quedan para respirar? (Safranski, 2011, p. 350).
En 1824, mientras Schopenhauer vivía en Dresde, el barón Von Biedenfeld, empresario teatral y escritor, ofrece una visión general del filósofo Schopenhauer:
…era de una integridad y franqueza extremas, áspero y violento hacia afuera, poseedor de una decisión y una firmeza infrecuentes en cuestiones científicas y literarias. Llamaba a cada cosa por su nombre, tanto ante amigos como ante enemigos, y era muy dado al chiste, siendo a menudo de una impertinencia humorística total. La rubia cabeza, con ojos entre el azul y el gris, las largas patillas a ambos lados de la nariz, la voz algo estridente y las gesticulaciones cortas y violentas de las manos, todo eso le daba a veces un aire completamente feroz (Safranski, 2011, p. 260). 
En otro memento, el mismo autor también dice:
Aunque decidido enemigo de ese diario de la tarde, del almanaque y de la coral, así como de todos los que escribían en el diario, a los que llamaba pandilla literaria... solía encontrarse muy a menudo en los lugares públicos a los que esos hombres acudían para divertirse. Por regla general, se desencadenaba entonces una reyerta en la que Schopenhauer mostraba todo lo desagradable que podía llegar a ser con su descarada franqueza, conseguía aguarles la fiesta con los sarcasmos más mordaces y, soltando las riendas de su humor crítico, les lanzaba a la cara los fragmentos más malignos de Shakespeare y Goethe, mientras permanecía sentado en su mesa de whist con las piernas cruzadas, provocándoles una y otra vez... Todos le temían, sin que nadie tuviese nunca la osadía de pagar con la misma moneda (Safranski, 2011, p. 261).
El escritor Hermann Rollet, que conoció casualmente a Schopenhauer en 1846, lo describe del siguiente modo:
Era un hombre de estatura media, con buena planta y siempre bien vestido aunque con un corte algo anticuado; tenía el cabello corto plateado y patillas alargadas de aire casi militar, bien afeitado siempre por lo demás; el color de la cara era rosáceo y los ojos de un azul claro chispeante, que reflejaban una inteligencia poco común, parecían mirar al frente con socarronería la mayor parte de las veces. Su semblante, aunque no era precisamente hermoso, estaba lleno de espíritu y tenía a menudo una expresión entre irónica y risueña. Pero, habitualmente, mostraba un modo de ser ensimismado y al expresarse resultaba casi extravagante, con lo que proporcionaba no poca materia de sátira fácil a algunos de los petulantes comensales, gente respetable por lo demás aunque muy diversificada en cuanto a sus cualidades espirituales. De modo que este compañero de mesa, entre desabrido y buen hombre, gruñón y cómico a menudo, inofensivo en el fondo, constituía el blanco de los chistes de aquellos insignificantes hombres de mundo, los cuales, por regla general –aunque sin mala intención– le hacían objeto de sus burlas (Safranski, 2011, p. 376).
En Eis Eauton, Schopenhauer, desde una profunda introspección y con tintes de lo que será luego la etiología cultivada por Nietzsche, confiesa y al mismo tiempo justifica cuestiones referentes a su forma de ser:
La naturaleza hizo todo lo posible para aislar mi corazón al combinar la suspicacia, la excitabilidad, la violencia y el orgullo, en una medida casi incompatible con la mens aequa del filósofo. Heredé de mi padre el miedo, siempre repudiado por mí... y combatido con toda la fuerza de mi voluntad. Este miedo me sobrecoge a veces con tal violencia, por las más insignificantes nimiedades, que sólo soy capaz de ver ante mí desgracias apenas imaginables. Una fantasía espantosa potencia de vez en cuando esta constitución mía hasta extremos increíbles. Una vez, teniendo todavía seis años, mis padres, que volvían de un paseo, me encontraron sumido en la desesperación porque de momento se me ocurrió que me habían abandonado para siempre. De joven me torturaron siempre enfermedades y querellas imaginarias. Mientras estudiaba en Berlín, hubo un tiempo en el que creía que estaba tísico y, al estallar la guerra de 1813, me persiguió la angustia de que podría ser llamado a empuñar las armas. De Nápoles me alejó el miedo a la viruela y de Berlín el miedo al cólera. En Verona no podía apartar de mí la idea fija de haber tomado rape envenenado. Cuando estaba considerando la idea de abandonar Mannheim [en julio de 1833], me sobrevino un sentimiento de miedo inexplicable sin que mediara ningún motivo externo para ello. Durante años me persiguió el temor de un proceso criminal por causa del... asunto de Berlín, y también por la pérdida de mi fortuna o por la posibilidad de que mi madre impugnase mi parte de la herencia. Si se producía algún ruido por la noche, salía corriendo de la cama y cogía la espada y la pistola que siempre tenía cargada. Incluso cuando no estoy especialmente excitado, me acosa una continua inquietud que me hace ver y buscar peligros en donde no los hay. Esta inquietud agranda cualquier contrariedad ínfima hasta el infinito y dificulta enormemente un trato con los demás (Safranski, 2011, p. 379).
Ya en sus últimos años, Schopenhauer dijo unas palabras a Frauenstadt, uno de sus admiradores incondicionales, que expresan la satisfacción y el temple con que había vivido:
¡Cree usted [...], que uno puede dar cuenta de lo que ha hecho en cada instante? Yo me asombro a mí mismo a veces de cómo he podido hacer todo eso. Pues en la vida corriente uno no es, en modo alguno, el mismo que en los elevados momentos de producción... (Safranski, 2011, p. 455).
Por último, a pocas horas de morir, Gwinner, amigo y administrador del legado de Schopenhauer que estaba de visita en ese momento, dijo del filósofo: «Sería para él una bendición llegar a la nada absoluta, pero, por desgracia, la muerte no abre esa perspectiva. Solo que, sea como fuere, el tiene 'al menos una conciencia intelectual limpia'...» (Safranski, 2011, p. 458).
Por otra parte, en su testamento, Schopenhauer instituyó en Berlín un fondo de ayuda para los soldados prusianos mutilados y para los descendientes de los que murieron en defensa del orden y la ley en Alemania con motivo de los levantamientos y rebeliones del año 1848 y 1849 (Mann, 1976, p. 47).

Aforismos sobre la sabiduría de la vida

El cuadro biográfico-testimonial de Schopenhauer da cuentas del hombre que empuñaba la pluma mientras escribía ya viejo unas de sus más reflexionadas palabras: Aforismos sobre la sabiduría de la vida –segmentos de su filosofía para el mundo, Parerga y paralipómena–. Irónicamente, esta obra le hizo ganar más fama que su filosofía primera y fundamental. Safranski dice que los aforismos se convirtieron rápidamente en libro de cabecera de la burguesía instruida (2009 p. 439). Irónico, porque él estaba claro que la obra, que describe un arte para hacer la vida lo más agradable y feliz posible, significaba apartarse por completo del punto de vista elevado, metafísico y mo­ral al que conduce su verdadera filosofía. Por tanto, a diferencia de El mundo como voluntad y representación, esta obra –según él mismo dice– tiene un valor condicional (Sch., 1993, pp. 39-40).
La obra refleja su modo de vida, mas no, ciertamente, su filosofía fundamental. Sin embargo, es sensato admitir a estos aforismos de Schopenhauer como la filosofía práctica que él no quiso proponer anteriormente debido a la admisión de la libertad del carácter inteligible y de la imposibilidad de la filosofía para tratar asuntos estrictamente morales. La obra trata pues, de la filosofía práctica, de la sabiduría de la vida en su sentido totalmente inmanente (Sch., 1993, p. 39). En este sentido, si su filosofía fundamental consiste en explicar lo que el mundo es (Sch., 2009a, p. 159), los aforismos gravitan en el cómo habérselas con ese mundo que es, o más específicamente, cómo el mismo Schopenhauer se las hubo con el mundo que explicó. Y la conclusión más inmediata es, que el hombre, que indefectiblemente quiere y busca la felicidad, aún admitiendo cruel y bellamente su imposibilidad, debe invertir sus fuerzas para ser lo menos infeliz posible.
Los Aforismos sobre la sabiduría de la vida no son grandes construcciones racionales acerca del cómo ser feliz, sino, son algo digno del temple de Schopenhauer. Como explica Ruiz-Werner:
La felicidad a la que en ellos se aspira… es sencillamente la que pretende esperarse en el dominio de lo rutinario, en el bienestar físico y el sano funcionamiento corporal, en la liberación de las preocupaciones materiales, sin que se traspase nunca el límite de esa placidez de ánimo inherente a la contemplación artística y desapasionada de la realidad (Sch., 1970, pról. p. 17).
Los Aforismos… están divididos en tres partes. La primera trata sobre las dimensiones que el individuo debe tomar en cuenta para ser feliz: lo que uno es, lo que uno tiene y lo que uno representa. La segunda parte expone cincuenta y tres máximas para vivir sabiamente, divididas en generales, referentes a la conducta para con nosotros mismos, para con los otros y para la marcha de las cosas y la suerte de este mundo. Y por último, una tercera parte que trata sobre la diferencia de las épocas de la vida, donde el alemán refleja indirectamente su estado personal.
De manera general, Schopenhauer dice que para su felicidad, lo que cada individuo es, es más importante que lo que tiene o representa ante los demás. Entretanto, la felicidad, que mora en la conciencia, en el intelecto, obtiene su fuerza en la medida de la capacidad de éste, por lo que puede ser más feliz el individuo que posee más inteligencia. Al respecto:
…los goces más elevados, más variados y más durables son los del espíritu, por falsa que pueda ser durante la juventud nuestra opinión a este respecto; y esos goces dependen especialmente de la fuerza intelectual. Fácil, es pues, ver claramente como nuestra felicidad depende de lo que somos, de nuestra individualidad, mientras a menudo no se tiene en cuenta sino lo que tenemos o lo que representamos (Sch., 1993, p. 45).
En cuanto al dolor y al tedio, una mayor fuerza del espíritu, dice el de Danzig, conviene más que una débil fuerza: Los menos bendecidos por la naturaleza llenan sus vacíos con sustitutos míseros. En cambio, una mayor capacidad intelectual, y consecuentemente, una mayor imaginación, constituyen la razón por la que la vida se viva más intensamente; aunque también conlleve mayor dolor, la vida se experimentará con mayor pasión. Acerca de esta distinción:
Este vacío interior es lo que principalmente les induce a la persecución de toda especie de reuniones, de diversiones, de placeres y de lujo; persecución que a tantas personas conduce a la disipación y, finalmente, a la miseria. Nada pone más en guardia contra estos extravíos que la riqueza interior, la riqueza del espíritu; porque cuanto más se aproxima este a la superioridad, menos lugar deja al tedio. La actividad incesante de los pensamientos, su ejercicio siempre renovado en presencia de las manifestaciones diversas del mundo interior y exterior, la fuerza y la capacidad de las combinaciones siempre variadas, ponen a un cerebro eminente fuera del alcance del tedio, salvo en los momentos de fatiga. Mas, por otra parte, una inteligencia superior tiene por condición inmediata una sensibilidad más viva, y por cau­sa una impetuosidad mayor de la voluntad y, en consecuencia, de la pasión; de la unión de estas dos condiciones resulta una intensidad más considerable de todas las emociones y una sensibilidad exagerada para los dolores morales y hasta para los dolores físicos, como también una impaciencia mayor enfrente de todo obstáculo y hasta de un simple trastorno. Lo que contribuye aun más poderosamente a todos estos efectos es la vivacidad producida por la fuerza de la imaginación (Sch., 1993, p. 60).
Lo que cada uno tiene, considera Schopenhauer, es de suma importancia. Sin embargo, el origen del descontento estriba en las pretensiones por poseer y de poder; ya que la búsqueda del poder no se considera sino porque conduce a la fortuna. En este sentido y según su experiencia, el filósofo menciona las razones de este deseo y cómo debe conducirse:
El dinero solo es lo bueno absoluto, porque no provee únicamente a una sola necesidad in concreto, sino a la necesidad en general, in abstracto. La fortuna disponible debe considerarse como un baluarte contra el gran número de males y desgracias posibles, y no como un permiso, y aun menos como una obligación de tener que procurarse los placeres del mundo (Sch., 1993, pp. 83-84).
En síntesis:
Todo ser vive y existe, ante todo, por cuenta propia; por lo tanto, principalmente en sí y por sí. Lo que un hombre es, de cualquier modo que lo sea, lo es primero y por encima de todo; si, considerado así, su valor es mínimo, es que lo es también considerado en general. Por el contrario, la imagen de nuestro ser, tal como se refleja en los cerebros de los demás hombres, es algo secundario, derivado, eventual, que solo muy indirectamente atañe al original (Sch., 1993. p. 52).
La primera máxima y la cual considera Schopenhauer la regla suprema de la sabiduría es la proposición enunciada por Aristóteles en su Ética a Nicómaco, Cap. VII, n.12: «No el placer sino la ausencia del dolor es lo que persigue el sabio» (Sch., 1993, p. 162; Aristóteles, 2010, p. 177). Por tanto, se debe poner atención a los medios para evitar los innumerables males de la vida. Ésta se balancea en su sentido eudemonológico no en los placeres que se han saboreado, sino en los males que se han evitado. Para el de Danzig, en este sentido, la vida no es para que se disfrute de ella, sino para que el individuo se desentienda de ella lo antes posible; porque el hombre más feliz es el que pasa la vida sin grandes dolores, tanto morales como físicos, y no el que tiene de su parte las alegrías más vivas y los goces más intensos. Por tanto, el individuo no debe comprar placeres a costa de dolores. En cambio, hay más beneficio en sacrificar placeres para evitar dolores (Sch., 1993, pp. 163-164). En este sentido, el primer deber del individuo para consigo, es el de conocerse a sí mismo:
Verdad es que, para eso, le era preciso haber dado ya un paso en el «conócete a ti mismo»; debe saber, pues, lo que quiere realmente, principalmente y ante todo; debe conocer lo que es esencial a su felicidad y lo que solo viene en segunda o en tercera línea; es preciso que se dé cuenta, en conjunto, de su vocación, de su oficio y de sus relaciones con el mundo (Sch., 1993, p. 174).
En cuanto a su relación con los otros, el alemán dice que el individuo debe llevar consigo una amplia provisión de circunspección y de indulgencia. La primera le garantiza contra los prejuicios y las pérdidas, la segunda le pone a salvo de las disputas y litigios. Schopenhauer explica:
Quien está llamado a vivir entre los hombres no debe rechazar de una manera absoluta ninguna individuali­dad, desde el momento en que está ya determinada y dada por la naturaleza, aunque sea la individualidad más perversa, más lastimosa o más ridícula… «Es necesario que haya también de esa especie»… Si, pues, condenamos su ser sin reserva, no le quedará más recurso que combatir contra nosotros como contra un enemigo mortal, desde el momento en que no queremos reconocerle el derecho de existir sino a condición de llegar a ser distinto de lo que es inmutablemente… He aquí la verdadera significación del proverbio: «Vivir y dejar vivir»… Entretanto, para aprender a soportar a los hombres, es bueno ejercitar la paciencia con los objetos inanimados que, en virtud de una necesidad mecánica o de cualquier otra necesidad física, contrarían obstinadamente nuestra acción; tenemos para eso ocasiones todos los días… Respecto de muchos individuos, lo más prudente es decirse: «No lo cambiaré; quiero utilizarlo» (Sch., 1993, pp. 217-218).
En este sentido, sacando a flote su marcado pesimismo, Schopenhauer menciona más adelante:
«Ni amar ni odiar»; esta regla encierra la mitad de toda sabiduría; «no decir nada y no creer nada»: he ahí la otra mitad. En verdad que debiéramos volver la espalda a un mundo que hace necesarias reglas como estas… (Sch., 1993, p. 246).
En cuanto al pesimismo filosófico de los Aforismos sobre la sabiduría de la vida, Safranski dice que es un pesimismo del que no se sacan las consecuencias radicales de la negación total de sus demás obras. El autor explica que:
La gran sensación de malestar queda ciertamente sugerida, pero luego se la pone entre paréntesis, por amor de la vida. Schopenhauer ofrece una doctrina sobre la vida en la que trata de mostrar cómo, a pesar de todo, es posible seguir adelante. En definitiva, él mismo siguió hacia adelante. De ahí salió una enseñanza que, puesto que cuenta con lo peor, tiene la sabiduría de arreglársela con el mal menor. La «añoranza de felicidad» es rebajada a prudente «precaución ante la infelicidad» (Safranski, 2011, p. 444).
Esta apreciación de Safranski puede verse en la definición de amistad de Schopenhauer. Una amistad libre, y al mismo tiempo desinteresada:
La verdadera, la sincera amistad presupone que uno toma una parte enérgica, puramente objetiva y completamente desinteresada en la felicidad y en la desgracia de otro, y esta participación supone, a su vez, una verdadera identificación del amigo con su amigo (Sch., 1993, p. 235).
Para terminar, la tercera parte de los Aforismos… posee un texto donde se aprecia la vivacidad del espíritu de Schopenhauer. En esta parte de la obra, él compara los tiempos de la vida, desde la niñez hasta la senectud, y al mismo tiempo, declara indirectamente su pasión por vivir:
Verdad es que en una edad avanzada las fuerzas intelectuales declinan también, pero donde ha habido muchas siempre quedarán bastantes para combatir el tedio. Además, como hemos demostrado, la razón gana en vigor con la experiencia, los conocimientos, el ejercicio y la reflexión; el juicio se hace más penetrante y se aclara el encadenamiento de las ideas; se adquieren cada vez más en todas las materias perspectivas de conjunto sobre las cosas; la combinación, siempre variada, de los conocimientos que ya se poseen, las adquisiciones nuevas que vienen a agregarse favorecen en todas direcciones los progresos continuos de nuestro desarrollo intelectual, en el cual el espíritu encuentra a la vez su ocupación, su alivio y su premio.

Conclusiones

A continuación se presentan variadas conclusiones generales sobre el pensamiento de Schopenhauer según algunos autores citados en el trabajo. Puede notarse la pluralidad de opiniones, pero sobre todo, la admiración por el filósofo. 

Thomas Mann

El pesimismo de Schopenhauer es su humanidad. Su explicación mundial nacida de la voluntad, su punto de vista sobre la fuerza poderosa de los instintos y la degradación de la antes divinizada razón, del espíritu, del intelecto para pasar a convertirse en meros instrumentos de la seguridad de vida, es anti-clásica y en su esencia anti-humana. Pero precisamente en la matización pesimista de su doctrina, que le conduce a la negación del mundo y al ideal del ascetismo, en el hecho de que este gran y experimentado escritor en el sufrimiento escribiera la prosa de nuestra gran época humana de la formación, levantando al hombre de la biología y de la Naturaleza, convirtiese a su alma reconocedora en escenario de la reversión de la voluntad y viera en su persona a un posible Salvador de todas las criaturas: en ello radica su espiritualidad, su humanidad (Mann, 1976, p. 54).

Julián Marías

La filosofía de Schopenhauer es aguda e ingeniosa, con frecuencia profunda, expuesta con grandes dotes de escritor, y está animada por una fuerte y rica personalidad; pero sus fundamentos metafísicos son de escasa solidez, y su influjo ha llevado a muchos a perderse en un trivial dilettantismo, impregnado de teosofía, literatura y «filosofía» india, donde quien de verdad se pierde es el sentido de la filosofía (Marías, 1976, p. 329).

 

Juan Martín Ruiz-Werner

La doctrina de Schopenhauer… posee un matiz extrañamente escatológico, en donde por lo demás no es fácil ver qué tipo de culpa puede ser ésta, para que la vida sea simultáneamente crimen y castigo, y para que la voluntad –puesto que no hay nada aparte de ella y de su representación que es el mundo– tenga que imponerse a sí misma su terrible expiación. 
La conclusión de Schopenhauer no puede ser más desoladora: el hombre debe aceptar sin protesta ni rebeldía alguna una situación que se considera intrínsecamente inalterable, reprimir en sí la propensión innata a satisfacer sus necesidades vitales, la aspiración a un porvenir menos ingrato, y sumergirse en el conformista recogimiento de sí mismo, en la contemplación pura de su huera interioridad (Sch., 1970, pról. p. 15).

Rüdiger Safranski

Schopenhauer es el filósofo del dolor de la secularización, del desamparo metafísico, de la pérdida de toda confianza primigenia. Ningún «cielo ha besado en secreto a la Tierra, de modo que ésta tenga que soñar ahora en el bajo el fulgor de la floración». El cielo está vacío. Pero, a pesar de todo, hay todavía en Schopenhauer un asombro metafísico, y también espanto por la inmanencia despiadada de la voluntad de vivir que no conoce un más allá. Schopenhauer eliminó a los dioses sustitutorios (razón de la naturaleza, razón de la historia, materialismo, positivismo) en el preciso momento en que se alzaba la marea de estas nuevas «religiones» de lo realizable. Trató de pensar la «totalidad» del mundo y de la vida humana sin esperar salvación alguna por parte de esa «totalidad». Su pregunta es: ¿cómo se puede vivir sin un horizonte de sentido ya dado y sin ninguna garantía de que lo haya? Y así trató de vivir él su vida, sin fianza, experto en la cordura del mal menor.
Y pensó conjuntamente y hasta el final las grandes humillaciones de la megalomanía humana. La humillación cosmológica: nuestro mundo es una de las innumerables esferas en el espacio infinito, sobre la cual existe «una capa de moho con seres vivientes y cognoscentes». La humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no tiene otra función que la de compensar la falta de instintos y la deficiente adaptación orgánica al mundo de la vida. La humillación psicológica: nuestro yo consciente no domina en su propia casa (Safranski, 2011, p. 453).

Manuel Cabada Castro

El mérito de Schopenhauer es, sin duda, el haber acercado la filosofía europea a estos problemas vitales del hombre. El pensamiento schopenhaueriano puede ser calificado justamente como "irracional" y paradójico. Ello, sin embargo, hace referencia únicamente a su postura antagónica respecto del idealismo puro, el hegeliano especialmente. Tal calificativo no debería olvidar, con todo, que ese ha sido precisamente el precio que Schopenhauer ha tenido que pagar por su intromisión directa en la hermenéutica de la dimensión estrictamente humana. Porque es posible que el hombre sea precisamente eso, el lugar de encuentro –mejor se diría, de choque– de las experiencias más contrapuestas, es decir, en este sentido, más «irracionales» o paradójicas. La filosofía puede perder con ello su claridad y su lógica cartesiana, pero habrá empezado a abordar lo que verdaderamente interesa, el hombre, que es lo que está más allá –o más acá, si se prefiere– de los pensamientos creados por él mismo, y que por ello no se deja nunca atrapar adecuadamente por ellos (Cabada, 1994, p. 428).
Por último, las palabras que el schopenhaueriano Theodor Fontane confiesa a su hijo en 1888 sobre el pesimismo de Schopenhauer mientras trabaja en Stechlin, son indicadas para terminar esta lista:
Se puede adiestrar el propio pesimismo también... para que se convierta en alegría. Más aún, uno puede llegar a ser con él verdaderamente alegre... Acaba uno reconociendo en todo una ley, convenciéndose de que nunca fue de otra manera y encontrando personalmente la satisfacción en el trabajo y el cumplimiento del deber. Mirar las cosas crudamente a la cara resulta horrible sólo de momento; uno no sólo se acostumbra pronto a ello sino que encuentra en el conocimiento así conseguido una satisfacción no pequeña, incluso si los ideales se fueron al traste (Safranski, 2011, p. 447).



Conclusión

En el presente trabajo se ha constatado que, luego de siglos de reflexionar sobre la felicidad, el hombre filósofo, por diversos caminos, ha llegado a una misma conclusión: la felicidad es un imperativo en la naturaleza humana y está implicada en lo fundamental de la existencia. De este modo, el estudio de la naturaleza de la felicidad es un intento por descubrir el significado del vivir.

En este sentido, la reflexión sobre la felicidad de Schopenhauer desde un mundo como voluntad y representación resulta ser tan compleja como la historia misma del pensamiento eudemonológico en cuanto entraña toda su problemática: su subjetividad y objetividad, su sentimentalidad y racionalidad, su relación con la libertad y el conocimiento, y su sentido y finalidad. En la voluntad y su representación se conjugan los desvaríos empíricos y teóricos que sugieren una u otra idea de felicidad. De la voluntad su necesidad, ímpetu e imposibilidad. De la representación, su sublimidad, liberalidad y posibilidad. De manera que el alemán plantea el problema de su esencia enunciando el doble aspecto que la hace tan ambigua. Sin embargo, y a pesar de analizar el fenómeno de la felicidad desde sus entresijos, la filosofía de la felicidad de Schopenhauer es unívoca.

En síntesis, el filósofo de Danzig desarrolla su tesis partiendo de la persistente avidez de la voluntad de vivir. Este deseo es esencialmente sufrimiento, imposible de aliviar en su totalidad, así como es imposible satisfacer el deseo. Este punto de vista cambia radicalmente el significado tradicional de felicidad, en cuanto el individuo ciertamente no la busca por sí misma, sino en cuanto trata de evitar el dolor. Esto significa que la felicidad tiene un carácter negativo. En otras palabras, la felicidad es ilusoria e imposible, solo temporalmente aparente.

Entretanto, el sujeto puede dar reposo a su sufrimiento negando la voluntad de vivir, reduciendo su ímpetu por medio del conocimiento de su absurdidad. Este estado de sosiego, libertad y claridad, relativo a la beatitud, es lo más cercano a una concepción de felicidad positiva en Schopenhauer; distinta, sin embargo, a la idea de felicidad como sumo bien, ya que su beneficio anestésico no deja de incurrir en la nada y el sin sentido.

La crítica histórica al pensamiento shopenhaueriano gira en torno a la justificación teórica de la negación de la voluntad de vivir. El alemán no explica cómo la voluntad puede negarse por el conocimiento –o comprensión de sí misma– si éste es un fenómeno de ella. Al respecto, el filósofo aboga que podría haber sido de otra manera, debido a la libre autodeterminación de la voluntad. Quiere decir que el ser humano, sostén del mundo como representación, es accidental y no importa más que cualquier otro fenómeno de la voluntad.
    
En lo concerniente a lo práctico, Schopenhauer sostiene que el sufrimiento mismo va modelando al sujeto, le hace intuir que el afirmar la voluntad acrecienta los deseos y el dolor, por lo que aprende a negarlos para vivir mejor. El de Danzig no puede negar, sin embargo, la necesidad de la mínima satisfacción para mantener la existencia como una chispa conserva una llama de fuego, aunque ésta concierne no al poder, al honor o a la riqueza, sino a la mesura, al placer del conocimiento y de la contemplación de lo bello, al amor a la humanidad y a la verdad.    

Este corolario da paso a la versión más humana del pesimismo de Shopenhauer, pues si teóricamente todo es relativamente nada, prácticamente la nada es felizmente humana.


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